-No es un tumor -me dijo la doctora.
Yo no quería presentarme a esa cita médica y ahora sentía poderosamente que me había enamorado de esa doctora que parecía una actriz de cine. Estaba preparado para decirle a la doctora que hacernos esperar más de una hora era una indelicadeza y una grosería, pero cuando finalmente apareció y me dio la mano, me mordí la lengua, deslumbrado por su belleza.
-No tenemos que extirpar esta bola -me dijo, acariciando aquella insólita protuberancia en el centro mismo de mi barriga.
Yo no miraba la masa informe que era ese bulto, yo contemplaba a la rubicunda doctora y me perdía en sus ojos dulces, almendrados. Mi esposa me espiaba con aires risueños de complicidad: me conocía demasiado como para no darse cuenta de que me había enamorado súbitamente de la doctora.
-Si usted baja de peso, la bola se irá sola -me dijo.
Pero mi amor por usted no se irá solo, pensé. Era una mujer joven, delgada, el pelo rubio recogido, la mirada atenta y penetrante, el mandil blanco con su nombre. Desde que la conocí, supe que era infinitamente más inteligente que yo. Después de estrecharme la mano, me preguntó cuánto pesaba.
-Cien kilos -le dije.
Me pidió que subiera a una balanza y anunció:
-Ciento diez kilos.
Luego se compadeció de mí:
-Pero está vestido y con zapatos.
-Si desea, me desvisto -le ofrecí, y ella me miró con una sonrisa indulgente.
Después de examinar cuidadosamente la bola, la doctora me dijo:
-Lo que usted tiene es una diástasis abdominal.
Al leer en mis ojos la oceánica extensión de mi ignorancia, la doctora me explicó:
-Se le han separado los músculos rectos del abdomen.
Aterrado, le pregunté:
-¿Se me ha separado el recto del abdomen?
La doctora, sabiéndose amada por su paciente, me dijo, con la paciencia que todo paciente merece:
-No. No es un problema rectal. No es un problema anal.
-Joder, qué alivio -le dije.
-Es un problema muscular en el abdomen. Ha hecho un esfuerzo muscular que ha provocado la aparición de esta bola.
Miré a mi esposa con aires de víctima y le dije, en tono de reproche:
-Todo por culpa de las clases de gimnasia.
Ella, una esfinge fabulosa, una leona alada, me miró en silencio con la compasión que merecemos los idiotas.
-Si no hacía gimnasia, no me rompía los músculos rectales -le dije, como diciéndole es tu culpa.
-No se han roto -precisó la doctora-. Se han separado.
-¿Y los podemos juntar? -me animé a preguntar.
-No -dijo la doctora-. Ya no.
Luego añadió:
-Pero si usted baja de peso, le aseguro que la bola se hará más pequeña.
La doctora me preguntó entonces qué pastillas tomaba. Las enumeré:
-De día: Fluoxetine, Finasteride, Cialis. De noche: Valcote, Seroquel, Mirtazapina.
A continuación, me permití una broma:
-Mirta Zapina se llamaba mi primera esposa, que ya falleció. Tomo esas pastillas porque la recuerdo con cariño.
Inesperadamente, la doctora sonrió y me miró con una chispa traviesa.
-No -me corrigió-. Mirtazapina es un antidepresivo nocturno. Y suele provocar aumento de peso. Lo mismo que el Fluoxetine, que es otro antidepresivo.
-Ya ves, mi amor -le dije a mi esposa, que presenciaba todo aquello con una media sonrisa de complicidad-. Estoy gordo por culpa de las pastillas.
Mi esposa se inhibió elegantemente de darme su opinión.
-¿Desde cuándo es usted bipolar? -me preguntó la doctora.
Yo quería preguntarle si ella estaba casada, si tenía novio, si podía regalarle una de mis novelas. Al mismo tiempo, quería preguntarle por qué tenía las rodillas cubiertas por unas vendas elásticas negras, como si se hubiese lastimado.
-Probablemente, desde que nací -respondí.
Luego añadí:
-Pero sólo sé que soy bipolar hace diez años.
-¿Cómo suelen ser sus episodios maníacos? -me preguntó.
Respondí con franqueza:
-Suelen ser programas de televisión. Mis estallidos de euforia y megalomanía me han permitido hacer una carrera en la televisión. He ganado mucho dinero, gracias a ellos.
La doctora no me dijo si alguna vez me había visto en la televisión. Mejor así, pensé. Yo no era famoso ante ella, solo un paciente enamorado con tres bolas cerca del ombligo.
-¿Ha pensado en suicidarse? -me preguntó.
-Sí -le dije-. Cuando no salgo en televisión, soy muy depresivo, soy lo opuesto a lo que exhibo en la televisión.
-¿Pensó en suicidarse o trató de suicidarse? -me preguntó.
-Traté de suicidarme -precisé-. Tomaba muchas pastillas para dormir. Pero no tantas para matarme.
-Sí, claro, ya veo que sigue vivo -bromeó ella.
Mi esposa celebró la observación con una risa franca.
-Pero ahora soy feliz -añadí-. Ya no quiero quitarme la vida.
-¿Cuántas horas duerme? -me preguntó la doctora.
Orgulloso de mi respuesta, le dije:
-Diez horas, como mínimo. Y a veces doce.
-¡Diez horas! -se sorprendió la doctora-. ¡Es demasiado!
-Es lo que me pide el cuerpo -me defendí.
Luego pronunció unas palabras que me dejaron profundamente decepcionado y pusieron en entredicho mi amor por ella:
-A su edad, usted debe dormir siete horas cada noche. No más.
Cada una de esas palabras insidiosas laceró mi rendida pasión por ella. No me atreví a decirle:
-Está equivocada, doctora. Si duermo solo siete horas, seré un hombre desdichado. Si duermo siete horas, moriré pronto de una crisis nerviosa. Yo no soy un hombre normal. Soy un loco peligroso.
De pronto, la doctora que quería robarme horas de sueño y felicidad ya no me parecía tan linda ni adorable.
-Usted necesita ver a un siquiatra -me dijo.
Ni a palos, pensé.
-Y también voy a pedirle que vea a un urólogo -me dijo.
Luego me miró con espíritu travieso y dijo:
-Yo no le haré el tacto rectal. No se haga ilusiones. Lamento decepcionarlo.
Solté una carcajada que se hizo un eco con las risas de mi esposa. Por lo visto, la doctora sí me conoce, pensé.
-Una lástima -le dije, siguiéndole la broma-. Si cambia de opinión, me avisa y vengo corriendo.
Tras ayunar quince horas, estaba desesperado por chupar un caramelo de menta, pero mi esposa no me lo permitía porque luego habrían de sacarme sangre. Mi aliento era una bomba de neutrones, un arma de destrucción masiva.
-¿Cómo están sus erecciones? -me preguntó la doctora.
-Estupendas -me jacté.
-¿Se despierta siempre con una erección?
-Siempre. Sin falta.
-¡Mentiroso! -se rio mi esposa.
La doctora sonrió con ternura maternal, lo que me dio confianza para preguntarle:
-¿Qué le pasó en las rodillas? ¿Se ha lastimado?
Por suerte, mi pregunta no le pareció desatinada o impertinente, porque me miró con simpatía, al tiempo que dijo:
-Me caí esquiando. Esquié cinco días como una profesional. Y el último día me caí, bajando de la silla, y me rompí los meniscos.
-Cuánto lo siento -le dije.
Luego añadí:
-Yo también me caí de la silla en nuestro último viaje a la nieve.
Después de someterme a varios chequeos más, la doctora me dijo:
-Olvidé decirle que la diástasis abdominal que usted tiene es una ocurrencia común entre las mujeres embarazadas.
No pude evitar una sonrisa cínica.
-Suele ocurrir que cuando una mujer embarazada da a luz, después le aparece la pequeña bola en el abdomen -continuó la doctora-. Por lo general, se operan la bola después de dar a luz, pero lo hacen solo por una cuestión estética.
-¿Y por qué me ha salido entonces esta bola, si no soy una mujer embarazada ni he dado a luz? -pregunté, mientras mi esposa sonreía con infinita compasión.
-A veces aparece en los hombres -dijo la doctora-. Pero es muy raro. Suele ocurrir por un esfuerzo muscular o por sobrepeso.
Luego me animé a decir, en tono confesional:
-En realidad, doctora, he estado muchas veces embarazado.
A continuación, le dije que soy un escritor y que cuando escribo me siento a menudo una mujer y que las cosas que escribo son organismos vivientes que mi cuerpo necesita expulsar y que la creación de un libro es como la gestación de un feto y que cuando escribo estoy embarazado y recién doy a luz cuando la novela embarazosa ve por fin la luz al ser publicada. Es decir que la bola de mujer embarazada me ha salido por eso mismo, porque he sido muchas veces una mujer embarazada de un libro por nacer.
-Ahora entiendo todo -me dijo la doctora.
Luego preguntó:
-¿Y cuántas veces ha estado embarazado?
-Dieciocho -le dije-. He publicado dieciocho novelas. Cada novela es un hijo. Y tengo hijos que han cumplido treinta años.
Saliendo de la clínica, abracé y besé a mi mujer y celebramos que la bola fuese amigable y no fuese necesario extirparla.
-Se irá cuando salga mi próxima novela -le dije.