Hace ya varios años que venimos viendo cómo nuestro sistema político se rompe. Cómo los partidos dejan de representar a una sociedad agotada, que ya no quiere saber más nada; cómo las promesas de campaña devienen palabras vacías, en las que ya no creen ni quienes las hacen; cómo la confianza en el Estado se erosiona día tras día, y este pasa a ser visto como una maquinaria destinada a reproducir intereses personales y partidarios. No hace falta ser analista político para dar cuenta de este fenómeno: hace tiempo que ciudadanos y ciudadanas lo experimentan en el cuarto oscuro, lo ven en las noticias, lo sienten en el pecho.
El Congreso no escapa a esta percepción social, y tampoco parece estar haciendo demasiado al respecto. El año pasado, en medio de un caos de “discusiones” que se introducían en la agenda legislativa de manera confusa, intempestiva y errática, se incorporó una de trascendencia inusual para nuestra república y nuestro Estado de derecho: el acuerdo del Senado para la designación de dos jueces en la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Lo poco que se vio y se supo en ese entonces dio cuenta de que, una vez más, las conveniencias partidarias estarían primando sobre los principios y las buenas razones.
En enero de este año, los pliegos de Ariel Lijo y Manuel García-Mansilla fueron incluidos en el temario de sesiones extraordinarias, y -aunque debería haber sido rechazado hace tiempo- el nombramiento del primero logró dictamen de la Comisión de Acuerdos y al parecer está a pocos votos de hacerse realidad. Llegados a este punto, es imprescindible recordar qué debería tener una persona para acceder a un cargo como este. Muchas cosas, pero vayamos a lo mínimo indispensable: una trayectoria académica o profesional destacada, una conducta intachable que inspire confianza en la ciudadanía y un probado compromiso con la república, la democracia y los derechos humanos.
Basta con revisar el CV del juez Lijo y su desempeño en la audiencia pública del pasado 21 de agosto para advertir que está lejos de ser uno de los juristas más importantes del país, que son los únicos que deberían admitirse para un cargo de semejante trascendencia. Lo cierto es que falló en demostrar una trayectoria académica prolífica y las competencias técnicas que se requieren para ocupar ese lugar.
Tampoco ha sido un juez ejemplar ni un penalista destacado. Al analizar su desempeño en causas de corrupción, neurálgicas para controlar al poder, vemos que fue más bien lo contrario. Según datos del Centro de Información Judicial (CIJ) actualizados a abril de 2024, en sus 20 años de magistratura, tramitó 89 casos de esta naturaleza. De esos 89, mantiene 26 en etapa de instrucción, de los cuales 13 están en esa instancia hace más de una década (3 de ellos hace 17, 18 y 26 años). Además, fue el que menos causas elevó a juicio oral en su fuero (tan solo 14) y el cuarto que menos elevó en relación a las que recibió (15,7%). En nuestro país, la demora en la tramitación de casos de corrupción es funcional a la impunidad. En ese sentido, Ariel Lijo parece ser más un agente del statu quo que alguien capaz de transformar nuestro sistema de justicia. Algo así como la casta judicial.
Por otro lado, su postulación recibió 328 impugnaciones ante el Ministerio de Justicia, y una vez enviado su pliego al Senado, otras 33. El candidato propuesto por el Poder Ejecutivo tiene nada más y nada menos que 34 denuncias por mal desempeño y presuntos delitos en el ejercicio de sus funciones ante el Consejo de la Magistratura. Según afirmó él mismo en su defensa, estas no llegaron a nada. Si bien eso es cierto, lo no se dijo es que prácticamente ninguna llega a algo. De acuerdo a un estudio realizado por ACIJ sobre las denuncias recibidas por este organismo entre 1998 y 2019, el 94,14% fueron desestimadas, mientras que solo en un 1,2% de los casos se aplicaron sanciones. Las denuncias contra el juez Lijo no fueron resueltas mediante procedimientos públicos y transparentes que permitieran concluir que estaban infundadas. De hecho, 12 se cerraron sin tratamiento alguno y sin impulsar ni una medida de prueba. Nada nuevo bajo el sol.
Todos estos hechos generaron razonables sospechas sobre su independencia y sus vínculos con la política. Desde diferentes sectores sociales se manifestaron las enormes preocupaciones en torno a su posible designación: las objeciones fueron extendidas, transversales y fundamentadas. Y lo cierto es que un juez no solo debe ser independiente, sino también parecerlo. La confianza en el sistema de justicia y en la integridad de quienes lo componen es un valor que los poderes públicos están llamados a defender sin excepciones.
Nadie, ni quienes siguen al Presidente y apoyan sus decisiones, pudo justificar con seriedad esta candidatura. Si no vemos una trayectoria académica sobresaliente, ni ejemplaridad en el ejercicio de la judicatura, ni elementos para confiar en su independencia e imparcialidad, entonces no nos queda más que pensar que fue propuesto por otras razones, que no pueden hacerse públicas. Y ahí es donde cambia la pregunta que debemos formular a nuestros senadores y senadoras, y que estos tienen la obligación de respondernos: ¿qué es lo que sí hace a Ariel Lijo apto para el cargo frente a todos estos “no”?
Se podría decir que en el estado actual de cosas esta decisión no es demasiado relevante. Después de todo, ¿a quién puede importarle la conformación del máximo tribunal cuando la preocupación viene siendo hace años llegar a fin de mes? Pero aunque pueda parecer que no afecta nuestra vida cotidiana, en verdad sí lo hace.
La Corte Suprema juega un rol esencial en la definición de nuestro contrato social básico. Es aquella que debe asegurar que los poderes electos por el voto popular respeten la Constitución, los tratados y las leyes cuando son remisos a hacerlo. En definitiva, un antídoto contra la anomia. Además, de su composición depende cómo se resuelven los casos en los que están en juego los derechos de las personas y grupos. En concreto, la Corte es la que tiene la última palabra en decir quién paga impuestos, cuándo un acto es discriminatorio, en qué condiciones se debe impartir la educación, qué sucede con los ahorros de los individuos, cuáles son las obligaciones de obras sociales y prepagas, qué tan justos son los regímenes jubilatorios. No es exagerado afirmar que ninguna entidad estatal tiene un papel tan significativo en controlar el ejercicio del poder para que los ciudadanos y ciudadanas no quedemos a merced de los gobiernos de turno.
Pese a eso, el Poder Ejecutivo y el Senado parecieran estar cerca de dejar a la Corte con un magistrado inidóneo y cuya independencia está fuertemente cuestionada por las próximas dos décadas. ¿Es un acuerdo de cúpulas lo que va a definir quiénes integran nuestro Máximo Tribunal? ¿Hay acaso algo más propio de una “casta” que el hecho de que los líderes de los partidos mayoritarios (incluido el de gobierno, que dice luchar contra ella) prescindan de las calidades técnicas y de la independencia que deben tener los jueces y juezas, hagan arreglos espurios, e intercambien favores a espaldas de la ciudadanía?
Nuestra Corte Suprema no se negocia, y nuestro Congreso tiene la oportunidad de demostrarlo. Enviar ese mensaje es mucho más que decir que el Máximo Tribunal debe ser probo e imparcial. Es afirmar que subsiste alguna preocupación por la integridad de nuestras instituciones, que a nuestros
representantes les interesa algo más allá de sí mismos, que están en la función pública por algo que los trasciende, que todavía no está todo roto. Si se designa al juez Lijo, las posibilidades que tendrán de mirar de frente a quienes los elegimos se reducirán a cero.
Estamos en uno de los momentos que marcan nuestra historia como comunidad política. Sin un Poder Judicial legítimo, creíble, imparcial y capaz de realizar el valor justicia no hay garantías, no hay derechos y no hay democracia.
Abogada, docente universitaria y Codirectora Ejecutiva de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ).