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El primer gobierno de izquierda en la historia de Colombia enfrenta la peor crisis de violencia en su mandato. El presidente Gustavo Petro debió declarar el estado de conmoción interior en varios puntos del país, el más grave en la región del Catatumbo, fronteriza con Venezuela, donde el enfrentamiento entre las disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) ha dejado un centenar de muertos y más de 32.000 desplazados, ahora en condiciones precarias, sin acceso a alimentos, agua potable ni servicios básicos.

El estado de conmoción interior es una medida contemplada por la Constitución de ese país. Habilita al Poder Ejecutivo a adoptar acciones extraordinarias para enfrentar situaciones que amenacen gravemente el orden público, en esta ocasión, hasta abril del 2025. El gobierno de Petro buscará reforzar la presencia de las fuerzas militares y de la Policía Nacional en las zonas más afectadas por la violencia.

La apuesta de paz del gobierno con todos los grupos armados de Colombia entró en jaque. Desde que llegó al poder en 2022, intenta una salida dialogada, pero arribar a acuerdos concretos con las guerrillas, pandillas y grupos de narcotraficantes fragmentados y permeados por la criminalidad organizada, sin unidad de mando clara, es cada vez más difícil.

Entre la amplia lista de promesas incumplidas de Petro se encuentra la referida a que en los primeros tres meses de su mandato acabaría con el ELN por la vía del diálogo. Luego de 30 meses de intentos de paz, no solo ha sido imposible su desarme, sino que esa organización ha aprovechado la coyuntura de las negociaciones para fortalecerse en materia militar y económica. Es evidente que siendo este uno de sus planes presidenciales más ambiciosos, ha resultado ser un fracaso total.

Los jefes de la guerrilla no tienen la menor voluntad de paz. Su prioridad es controlar la porosa frontera con Venezuela, territorio con 30.000 hectáreas de coca, para ejercer total dominio de los cultivos, de las rutas de la droga hacia el vecino país y demás hechos ilícitos con la minería, el tráfico de migrantes, de armas, contrabando y extorsión. Al Estado le cuesta competir con una economía ilegal tan próspera y los grupos armados no lo consideran una amenaza.

Los cabecillas del ELN, las disidencias de las FARC, las bandas criminales y las nuevas generaciones de paramilitares deben tener claro que la sociedad civil rechaza con vehemencia sus métodos violentos. El deseo de vivir en una nación pacífica no contempla permitir que tengan licencia para atentar contra la integridad de ciudadanos indefensos ni para causar daños irreparables al ambiente.

En un conflicto que preocupa a la región, ante el fracaso de sucesivos intentos para lograr la paz total a través del diálogo con los grupos guerrilleros, el gobierno del presidente Petro debería intentar otros caminos para recuperar los territorios arrebatados, proteger y devolverles la tranquilidad a los colombianos.

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