No es ningún secreto: Salta enamora. Pueblitos silenciosos, vinos únicos y una naturaleza cautivante son apenas algunos de los encantos de “La linda”, una provincia que conquistó a Delfina Magrane desde el primer día en que puso un pie en su suelo.
El flechazo perduró y fue lo que la llevó a instalarse en Cachi apenas terminó el colegio. Su primera experiencia en los Valles fue el tiempo que necesitó para construir amistades y revalidar su querencia. Después, la vida le propuso otros caminos y con el casamiento y la maternidad vinieron dos décadas repartidas entre Buenos Aires, Londres y México. Alejada pero no ausente, Delfina nunca soltó esa fantasía de volver a sus queridos valles calchaquíes.
“Viajé a los 16 años y empecé a recorrer el desierto, la quebrada de las Flechas, un montón de lugares magníficos, y me rompió la cabeza. Era como ir un siglo atrás y explorar un mundo detenido en el tiempo. Dije «yo quiero ser de acá».”
“Desde chica mi sueño fue poder vivir esto que estoy viviendo hoy acá. Esta cosa lejana y agreste, perdida en el medio de la nada para mí es fascinante”
Redescubrir la tierra
«Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida», afirma en sus versos el salteño César Isella. Y Delfina pudo corroborarlo cuando, a los cuarenta y ya separada, se descubrió de nuevo en la tierra de los cardones y las llamas. Allí se reencontró con su viejo amigo Felipe Wayar, que la invitó a conocer un lugar profundamente especial a 90 kilómetros de la capital.
“Era un campo de muy difícil acceso, por eso lo bautizaron El Candado”, explica Delfina. La finca queda sobre la cuesta del Obispo, camino a Cachi, arriba donde está el Valle Encantado. “Ese día, el clima era un desastre, pero yo estaba deslumbrada. La lluvia, la gente trabajando, los animales, el rancho de adobe, el fueguito… Me sentía en una película. Supe que teníamos que hacer algo ahí”, confiesa.
Esa visita sentó las bases de lo que, poco después, se transformó en una dupla creativa todo terreno. Delfina y Felipe se asociaron para revivir el viejo casco de la estancia, y desarrollar ahí un proyecto que -sabían- en algún momento del recorrido tomaría forma. “Ambos tenemos la misma filosofía: vivir una vida sin ansiedad, más en contacto con el tiempo que llevan las cosas, que nos permita disfrutar los procesos y el gustito de cada momento”.
Más que un obrador
Para resolver la logística y tener donde dormir, encargaron dos casas prefabricadas: una se voló con el viento antes de estar lista, y la segunda, pasó a ser una especie de obrador con mucho gustito a hogar.
La construcción de pino tiene solo 45m2 y se armó sobre pilotes, con una pirca de piedra alrededor para integrarla al terreno. Poco después, le sumaron una galería con lapacho blanco que llegó en camión desde Santiago del Estero; eso les permitió cerrar el porche original para hacer una pequeña cocina que conecta con el comedor.
“Yo no puedo con mi genio, así que empecé a pintar, poner cuadritos, textiles y demás. Cuando nos quisimos acordar, el obrador se había transformado en una cabañita divina”.
“Las piedras acá tienen líquenes de ciertos tonos, verdosos, grisáceos, terrosos… Entonces, elegí una paleta de color que se fundiera con ese paisaje”.
“Tengo cosas de cuando vivía en Londres y en México, herencias familiares, muchos retazos de mi historia terminaron acá. Estar rodeada de pertenencias lindas, que me acompañaron toda la vida, me hace sentir bien”
Para equipar los ambientes recuperaron viejos muebles que estaban en el campo, y otros tantos llegaron de Buenos Aires recorriendo varios días en la ruta. Como las paredes no eran de muy buena calidad, decidieron sumar una capa aislante que protege los interiores del clima de montaña. En el dormitorio, entelaron ese material con un rollo de cotín colchonero que Delfina consiguió en tiendas San Juan de Salta.
“Me mueve la belleza: los materiales nobles, el diseño de calidad, las marcas de historia y el toque contemporáneo también, pero que aparente estar ahí de siempre… Hay una alquimia que sucede entre las cosas”
La sala
“Sala” es el término con el que los lugareños se refieren a las antiguas construcciones o cascos de finca. Construida en adobe y muy lejos de lo que se conoce como “casco” en una estancia bonaerense, la sala del Candado no sólo resistió más de un siglo de climas adversos y abandono, sino también a la idea inicial que tenían Delfina y sus socios de no recuperarla.
“Estaba tan arrumbada que hasta pensamos en tirarla abajo; había que hacer tanto para restaurarla que nos acobardaba. Pero entre una cosa y otra, salvamos un saloncito, después otro ambiente, hicimos un baño… y de repente un día la vimos, y nos dimos cuenta de que estaba volviendo a ser un caserón hermoso”, asegura.
“Cada refacción implica muchísimo. Los obreros tienen que quedarse acá y hay que resolver la comida, lugar para dormir, llevar y traer materiales: es un esfuerzo conjunto muy grande”, confiesa. “Vamos buscando faroles, maderas, rescatamos herrajes y objetos. Todo lo que se hace acá es como antes, muy artesanal. Casi no hay máquinas.”
Proyectos en piedra y barro
Si bien el grueso de la construcción se conserva en piedra y barro, hoy se encuentran refaccionando la galería para tratar de ponerle más color. La idea es que el puesto de adobe vuelva a ser el casco de la estancia, y que la cabaña de madera quede para hospedar amigos y familia. Pero en el medio de todo esto finalmente surgió otro proyecto, que es la piedra fundamental de un sueño lejano.
“Tenemos la intención de generar una reserva donde pueda radicarse gente que comparta este estilo de vida, con sus tiempos y sus procesos. Lo importante es sentar las bases de este idioma común entre nosotros y el paisaje”, adelanta Delfina. Lejos de asustarla, ese futuro de su Candado poblado la entusiasma: “Esta zona va a ser un valle con vida: fincas y un pueblito en el medio. En cien años nosotros ya no estaremos, pero El Candado va a ser un lugar soñado para vivir”.
“Los paisajes son preciosos, pero cuando uno los vive bien -en sintonía, contento con lo que sucede alrededor- cobran muchísima vida. El humano, si habita bien un lugar, lo puede hacer mucho más lindo”, asegura Delfina. En la turbulencia de este siglo frenético, quizás no exista lujo más simple que habitar un pedacito del planeta que se conserve como sus cerros: eterno, sereno, inquebrantable.