Las últimas semanas pusieron de relieve una de las paradojas más llamativas que ofrece la gestión de La Libertad Avanza. Entre las razones principales por las que Javier Milei llegó al poder está su oposición a lo que él denomina “la casta”. Es una oposición completa. No sólo denuncia los vicios de la clase política. También confronta con su profesionalismo. Porque entre los atractivos que una parte del electorado reconoce en el Presidente está su ignorancia del ritual del poder, las inconsistencias de muchos de sus argumentos, el carácter invertebrado de su equipo, su reticencia a negociar y llegar a algún acuerdo. Es muy posible que la exhibición de la impericia haya sido decisiva para conquistar el poder. Sin embargo, suele ser perjudicial para ejercerlo. Los agitadores como Milei son con frecuencia buenos candidatos. Y gobernantes deficientes.
Las características por las cuales muchos lo votaron son las mismas que hicieron naufragar varias operaciones del Gobierno. El Senado terminó de sancionar una nueva fórmula de actualización jubilatoria, obligando al Presidente a vetar la iniciativa. La Cámara de Diputados rechazó el DNU que incrementa el presupuesto de la SIDE en 100.000 millones de pesos. La fractura con la vicepresidenta Victoria Villarruel quedó mucho más expuesta. Con un aliado estratégico, como Mauricio Macri, se agigantan las diferencias, que se hacen visibles en el interminable conflicto fiscal entre la Nación y la Ciudad de Buenos Aires. Además, cuando se esperaba que el oficialismo capitalizara su éxito en las encuestas cooptando diputados y senadores de la oposición, se verificó el movimiento inverso: fueron los bloques de La Libertad Avanza los que se desgranaron. La Casa Rosada reaccionó ante estas dificultades estableciendo una mesa para coordinar las decisiones. Y el propio Presidente, que suele desentenderse de las rutinas cotidianas de la administración, condescendió a reunirse con los míseros presidentes de las bancadas amigas. Es la humildad de un gigante, cómo él mismo se define. Pero también el reconocimiento de que, entre elección y elección, el Gobierno depende de capacidades que no son las que exige la campaña electoral.
Un grave retroceso en la libertad
Este paisaje de carencias e inconvenientes permite descifrar mejor el significado del paso del jefe de Gabinete, Guillermo Francos, este miércoles, por la Cámara de Diputados. Francos se instaló con solvencia en el corazón de la casta. Demostró su arte de viejo parlamentario para tratar con quienes debían interpelarlo. Concurrió a ofrecer el informe al que lo obliga la Constitución sin asesor alguno. Se mostró comprensivo, amable, paciente para escuchar planteos hostiles. Desde casi todas las bancadas le dedicaron felicitaciones envenenadas, destinadas a celebrar un estilo opuesto al que caracteriza al resto del Gobierno. Él logró un éxito final: el kirchnerismo y la izquierda se retiraron del recinto. Nadie abandona un ring en el que va ganando. A través de esta coreografía, Francos ratificó que ocupa un lugar imprescindible en el elenco del poder.
El hilo argumental de toda la presentación del jefe de Gabinete fue el credo del Gobierno: debe respetarse la restricción presupuestaria. Respondió así a los reproches por la austeridad de las jubilaciones o por el recorte a la obra pública. Es fácil impulsar iniciativas agradables cuando uno no se pregunta por su financiamiento: ese fue el criterio defensivo. El respeto de esta regla está, junto a las desregulaciones de Federico Sturzenegger, entre los máximos encantos de la administración frente a su feligresía.
Francos debió responder por tres cuestionamientos principales. En un caso lo hizo con humor: las disparatadas afirmaciones del inesperado moralista Mariano Cúneo Libarona sobre el valor de la familia desde una perspectiva homofóbica. Mucho más lacónico fue el ministro cuando debió explicar el status funcional del Mago del Kremlin, Santiago Caputo. Remitió al número de una respuesta que había dado por escrito a un cuestionario de la Coalición Cívica. Casi invitó a cursar una pedido de información pública de esos que el Gobierno pretende ahora restringir. Agregó poco a lo que se sabe: Caputo es una especie de superministro en las sombras, que controla desde la SIDE hasta la designación de jueces de la Corte. También domina áreas cotizadísimas de la administración como, por ejemplo, la de Transportes, a cargo de Franco Mogetta. A propósito: ¿qué verosimilitud tienen las habladurías que circulaban ayer sobre un inminente alejamiento de Mogetta como resultado de un pacto entre Milei y Macri para controlar esa área? Minucias. Lo interesante es que Caputo administra esa masa incalculable de poder desde su modesta condición de asesor vinculado a la Secretaría General de la Presidencia a través de un contrato de locación de servicios.
La definición más relevante de Francos fue la referida al decreto que restringe el acceso a la información pública cuando se trata de datos relativos a la vida doméstica de los funcionarios. Por ejemplo, el costo de los caniles de Olivos, que debería desvelar a un oficialismo obsesionado por ahorrar en obras públicas; o las veces que se utilizó un avión oficial para llevar encomiendas particulares desde Buenos Aires hasta Río Gallegos. El jefe de Gabinete aclaró que no había existido la intención de limitar la transparencia informativa, y sugirió que, llegado el caso, esa nueva reglamentación podría revisarse.
Las palabras de Francos tuvieron un efecto práctico inmediato. En la Cámara de Diputados trascendió que la autora de esa polémica norma, la secretaria de Planeamiento Estratégico Normativo, María Ibarzábal Murphy, se comunicó con varias legisladoras, entre ellas las radicales Karina Banfi y Carla Carrizo, para estudiar una nueva redacción del texto. La misma versión afirmaba que, un rato más tarde, el “Mago” Caputo llamó a Banfi para aclararle que no habría cambios, ya que la norma expresaba la posición definitiva del Gobierno sobre el tema.
Había que presumir que el oficialismo no cedería en esa controvertida decisión. Porque un rato antes de que Francos sugiriera una revisión, desde la cuenta de X @bprearg, que lleva “John” como nombre de fantasía, se advertía lo siguiente: “El que quiera reglamentar de otra manera la ley de acceso a la información pública lo que tiene que hacer primero es ganar las elecciones y para eso es MUY importante (FUNDAMENTAL DIRÍA) no perder las elecciones”. La declaración es relevante porque se trata de una cuenta adjudicada una y otra vez a Caputo el menor. Y él no desmiente esa atribución. Por eso numerosos funcionarios del Gobierno leen los mensajes de “John” como apotegmas de Caputo.
El episodio ofrece varias razones para el asombro. Una es la curiosa condición de Caputo, una especie de funcionario blue. Maneja tres cuartas partes del gobierno con un contrato de asesor y explica los criterios oficiales desde el dudoso anonimato de una red social. Sin embargo, lo más interesante es el argumento de ese post, sea del “Mago” o de cualquier otro apologeta del Gobierno. Porque manifiesta con brutal sinceridad la premisa de todo populismo: sólo existe una legitimidad y es la que dan los votos. Los votos que obtuvo el Poder Ejecutivo. No el Congreso. Es el mismo modo de pensar, impregnado de antiliberalismo, que llevó a Cristina Kirchner a preguntar a los miembros del Tribunal Oral que la juzgaba en la causa “Vialidad” quién los había votado para pretender sancionarla, a ella, la vicepresidenta. No debe sorprender esta afinidad. Una corriente importante de La Libertad Avanza considera que el populismo kirchnerista no debe ser contrastado con una política liberal-republicana alla Macri. La única forma de vencerlo es oponerle un cesarismo de signo contrario, en defensa de una economía capitalista. Es decir, una especie de autoritarismo de mercado.
El desafío de “John” Caputo es audaz. Sentados también sobre las urnas que les otorgaron las bancas, los diputados y senadores pueden poner en riesgo políticas importantes del Gobierno. En la Cámara baja, a instancias del presidente del bloque radical, Rodrigo de Loredo, se está estudiando una estrategia jurídica para sostener la ley de actualización jubilatoria que Milei tuvo que vetar. Consiste en aplicar una “insistencia parcial”. Es decir, reunir dos tercios de los votos para mantener el núcleo de la norma, que es la fórmula de ajuste. Existe un antecedente para ese tipo de votación, que se aplicó en una ley sobre YPF defendida por Elisa Carrió.
¿Qué pasará con el DNU de los fondos de la SIDE en el Senado? Contesta un miembros de esa Cámara: “No sé si ya están los votos para rechazarlo; lo que está es el entusiasmo”. Algo parecido podría suceder con la ley que otorga estabilidad fiscal a las universidades nacionales. Estos dos desafíos al Poder Ejecutivo proceden del mismo actor político: el radicalismo de la Capital Federal, encarnado en Emiliano Yacobitti y Martín Lousteau. Por ahora la suerte del Poder Ejecutivo está a salvo: la discusión de esas iniciativas se postergó una semana. Milei se lo debe a Villarruel.
La relación con el Gobierno fractura a la UCR. Se da la paradoja de que Lousteau, que se ha instalado en la vereda de enfrente de casi todas las decisiones oficiales, no se opuso todavía a la más controvertida: la postulación del polémico Ariel Lijo para la Corte Suprema de Justicia. “Curiosa variación de un filántropo”, diría el Maestro. Ese silencio de Lousteau, que además de senador es el presidente del partido, irrita a muchos radicales. Por ejemplo, anteayer se conoció una declaración del radicalismo de Chubut pidiendo al Comité Nacional que repudie la candidatura de Lijo. El malestar fue escalando. El mismo lunes, dialogando con Luis Novaresio, De Loredo, que es nada menos que el presidente de la bancada radical en Diputados, señaló que la UCR no podía renunciar a una bandera histórica, como es la transparencia de la Justicia. Agregó que no tenía que ceder esa reivindicación al Pro que, encabezado por Macri, adoptó una postura mucho más nítida frente a la candidatura de Lijo. Al mismo tiempo, el diputado cordobés se quejó de que, frente al resto de la agenda pública, Lousteau haya adoptado una postura inclemente con un gobierno que asumió el poder en medio de una crisis heredada del kirchnerismo y con muy pocos recursos institucionales. Las líneas de adhesión y de rechazo, como se ve, están cruzadas.
El repudio radical es un problema grave para Lijo. Porque Cristina Kirchner, mucho más coherente que el intermitente Lousteau, envió un mensaje previsible: no pondría los votos que controla en el Senado al servicio de dos candidatos, Lijo y Manuel García-Mansilla, promovidos por una administración con la que ella no tiene coincidencia alguna. Este fuerte condicionamiento del kirchnerismo vuelve más indispensables los votos de los senadores radicales y del Pro.
Además, Lijo enfrenta desde ayer otro problema. En su juzgado cayó una bomba: la jueza María Eugenia Capuchetti formuló una denuncia penal contra Juan Martín Mena. Es nada menos que el ministro de Justicia y Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires. Mena es un eslabón discreto, pero crucial, en la relación de la señora de Kirchner con el aparato judicial. Fue la figura más gravitante del Ministerio de Justicia durante la gestión de Alberto Fernández, a pesar de que estaba ubicado en un segundo escalón. Durante la Presidencia de Cristina Kirchner tuvo responsabilidades importantísimas en el área de Inteligencia.
La materia de la denuncia de Capuchetti es tan importante como su voltaje institucional. Se trata del misterioso bloqueo del teléfono celular de Fernando Sabag Montiel, el autor del atentado contra Cristina Kirchner del 1º de septiembre de 2022. El aparato habría quedado inutilizado después de ser manipulado en una pericia por Alejandro Heredia, un cabo de la Policía Federal, experto en cibercrimen, pero no en dispositivos electrónicos. Capuchetti sostiene que el trabajo de Heredia fue monitoreado por varios expertos, en presencia del propio Mena, que estaba en el juzgado por el interés que tenía en el caso, en su condición de viceministro de Justicia. La magistrada cita una declaración del secretario de su juzgado, Federico Clerc, delante de María Servini de Cubría, quien investiga la peripecia del teléfono del “copito”. Allí Clerc aseguró que ese aparato fue depositado en la caja fuerte del juzgado, cuya llave quedó bajo su propia custodia.
Capuchetti quiere que Mena sea investigado por encubrimiento ya que el ministro de Axel Kicillof afirmó ante Servini que el secretario Clerc le había confesado que aquella noche la jueza le pidió la llave de la caja fuerte para acceder el teléfono que resultó inutilizado. Es decir, según Mena, Capuchetti habría manipulado el dispositivo al margen del procedimiento regular. La acusación de Capuchetti tiene un peso especial porque se realizó pocos días antes de que Clerc vuelva a declarar ante Servini. Lijo debe desentrañar esta controversia. Tal vez delegue la investigación en el fiscal, Franco Picardi, quien en su momento fue funcionario del Ministerio de Justicia, cuando allí reinaba Mena.
Dramática encrucijada la que se le plantea al camaleónico Lijo. Debe elegir entre su colega Capuchetti o Mena. Es decir, entre Capuchetti o Cristina Kirchner, que tiene una influencia decisiva para habilitar o promover su escandalosa y accidentada marcha hacia la Corte.