No habían prendido todavía la luz de la sala cuando una mujer le preguntó a otra al oído, por debajo del ruido de los aplausos: “¿A vos te gustó? ¡Porque yo no entendí nada!”. Pocos minutos más tarde, ellas dos, más una tercera, extasiada aun en la aparente confusión, dejaban las calles del microcentro porteño arriesgando ideas que tomaban la forma de un borbotón de imágenes dictadas como disparos por la memoria reciente. Para cuando llegaron a la boca del subte línea D, una ya había mencionado la hipótesis del encuentro, fuera de tiempo y de lugar, entre esos tres hombres: el que sale del ataúd en el comienzo de la obra y los otros, inicialmente impávidos, que una vez que dejan al muerto-vivo de pie, en el extremo de la pasarela que oficia de escenario, toman posición en sus respectivos puestos.
Superfundo, la propuesta en cuestión, es de hecho el reencuentro de estos tres hombres de las artes escénicas, cómplices en varios asuntos extraordinarios a lo largo de sus carreras. Desde El Descueve, por ejemplo, hasta acá. El que baila y canta es Carlos Casella; en las teclas (de las máquinas y del piano) está el músico Diego Vainer, y cierra el triángulo, amo de la luz, Gonzalo Córdova. Aunque en verdad ninguno se limita a hacer “su parte”.
Superficial y profunda, la contracción de opuestos que se juega en el título es una de las tantas dicotomías que se pueden encontrar en la poética de este trabajo, con nuevas funciones hoy y mañana, en Arthaus. Pero hay varias otras que, estación tras estación, las espectadoras van recobrando durante el regreso a casa.
¿Puede haber alguien más quieto que un ser humano dentro de un ataúd? El movimiento que incorpora y hace avanzar a Casella como un esgrimista, adelante y hacia atrás, es milimétrico, controlado, acumulativo, revisado y perfeccionado. Podría ser este un buen momento para sincerar el hipnotismo que el bailarín genera, tanto cuando su actuación es exuberante y desfachatada como acá, cuando es sobria. Hipnótica, sin chistes fáciles, también lo es para los que están del lado de la platea que no le verá la cola en toda la función. Más temprano, una de las mujeres barajaba esa posibilidad: “Me dijeron que hoy mostrará las nalgas”, se reía. Enfundado en tan elegante esmoquin, él se bajó dos veces los pantalones, siempre para el mismo lado (el otro lado). Un gesto sin ninguna estridencia, como si estuviera en perfecta línea con su impecable look blanco y negro (arriesgaría ahí un traje de Pablo Ramírez, que seguía los pasos desde la segunda fila).
Para ser un mamotreto de madera barata de un metro ochenta, al que hay que poner de pie con una soga gruesa atada con un nudo de ahorcado, el cajón está cargado de tal poderoso sentido que podría quebrar el equilibrio que se tensa en un pas de deux para hombre y ataúd. En otra escena, Córdova serrucha la madera de la tapa y el sonido, capturado en los dedos de Vainer –un prestidigitador–, va llenando todo el aire. Entre los dos –Sr. Música y Sr. Luz– visten al Sr. Movimiento con una armadura medieval que vuelve a limitarlo. Fría, pesada, es todo lo contrario de la voz que emerge del casco metálico para retomar la canción de Barbra Streisand que había dejado abandonada junto al piano.
De sopetón, las dos amigas tienen que bajarse en Pueyrredón; aquella inicial pretensión o necesidad de “entender” una historia para hilvanar tal despliegue de poderosas imágenes había quedado superada durante la conversación, en seis estaciones. Todavía quedaba en el vagón otro pequeño grupo de inconformes que mantenía su propia discusión sobre Superfundo. Y la tercera mujer, que se había quedado con la palabra en la boca cuando sonó la chicharra. Abrió el chat para rematar: “La poética, los objetos y contrastes. Creo que todo es surrealista. Sigo pensando. Me voy con muchas preguntas”.