
Una de las características más notorias de la corrupción es su indeterminación, debida sobre todo al carácter ilegal y oculto de su práctica. El nepotismo, el soborno, la extorsión, el fraude, el tráfico de influencias y la malversación de fondos, entre otras manifestaciones típicas de su ejercicio, apelan a la creación de redes de encubrimiento, a sofisticadas técnicas de blanqueo de dinero y ocultamiento de activos, a estructuras societarias y mecanismos jurídicos complejos que facilitan la ilegalidad, o incluso al miedo de quienes podrían denunciar estos comportamientos ilícitos, pero se abstienen frente a eventuales represalias. La corrupción, por lo tanto, se escuda en la opacidad, el anonimato y el temor.
Sin embargo, algo parece estar cambiando en este subsuelo abyecto de las prácticas sociales. Una sucesión de hechos ocurridos en el país en los últimos meses han sido recogidos en los principales titulares de los medios y acaparado el debate público, han saturado su difusión en las redes sociales, y activado la actuación del Parlamento y la Justicia. Su característica común es la existencia de fuertes indicios de que, en todos los casos, se habrían cometido delitos tipificables como hechos de corrupción. Estos hechos ya son identificables con una sola palabra: “peajes”, “fentanilo”, “LIBRA”, “audios”, “retenciones”, “Osprera”, como lo fueron antes “Cuadernos”, “Vialidad” o “bolsos” arrojados a un convento.
La novedad es que una práctica, por naturaleza secreta y encubierta, se ha vuelto, en cierto modo, transparente, convirtiéndose además en tema de conversación pública. Hemos llegado al punto de considerar natural que multitudes en estadios de fútbol o incluso en la Plaza de Mayo, frente a la mismísima Casa de Gobierno, canten consignas alusivas a la corrupción. Ironías y burlas, gingles y memes sobre presuntas coimas que comprometerían al Gobierno han sido tendencia nacional en la red X.
Las estadísticas confirman el impacto de estos hechos sobre la opinión pública. El Índice de Confianza en el Gobierno de septiembre, que publica la Universidad Di Tella, muestra una caída del 8,2% respecto del mes anterior, y del 10,0% respecto del mismo mes del año pasado. Y si bien la variación de este índice fue negativa en sus cinco componentes, el de “honestidad de los funcionarios” fue el que más cayó.
¿Cuál es el lugar que ocupa actualmente la corrupción, dentro del ranking de los problemas más preocupantes, según la opinión pública de la Argentina, Chile, Costa Rica y Uruguay? Vale plantearse este interrogante para contrastar la situación de nuestro país con la de aquellos que desde hace mucho tiempo, en las estadísticas de América Latina, figuran entre los países donde este flagelo es mucho menos significativo. La evidencia demostró lo esperado: en la Argentina, la corrupción encabeza las encuestas más recientes como primer problema del país, desplazando a la inflación, la inseguridad y el desempleo. En Chile y Costa Rica es tema de debate secundario y en Uruguay, ningún sondeo la menciona como causa de preocupación ciudadana.
Dos fuentes estadísticas mundiales, bastante confiables, corroboran esta observación: el índice de percepción y el de control de la corrupción. En el ranking del primero de ellos, encabezado por Dinamarca con un índice 100 (o sea, percepción “0”), Uruguay aparece en un destacable 14° puesto entre 150 países, con un índice de 81,8. Esa misma fuente ubica a Chile en el lugar 30° (64,9) y a Costa Rica en el 38° (58,4). La Argentina aparece recién en el puesto 85° (31,2), detrás de la India, delante de Etiopía y varios puntos por debajo del promedio mundial. Las estimaciones del Banco Mundial sobre control de la corrupción corroboran estos resultados, al asignar a Uruguay el puntaje máximo de 2 (igual al de Dinamarca); un 1 a Chile y Costa Rica, y un denigrante valor -0 a la Argentina.
Lo curioso es que, más tal vez que en ningún otro país de la región, hemos sido pródigos en imaginar organismos públicos responsables de velar por la integridad de nuestros gobernantes: la Sindicatura General de la Nación, la Auditoría General de la Nación, el Ministerio Público Fiscal, la Oficina Anticorrupción, la Unidad de Información Financiera y la Defensoría del Pueblo. Provincias y municipios tienen Tribunales de Cuentas. El Congreso posee facultades de petición e interpelación al Poder Ejecutivo; puede controlar los DNU e iniciar procesos de juicio político a funcionarios públicos. Y las Cámaras pueden solicitar informes al Poder Ejecutivo y hacer comparecer a ministros y al jefe de Gabinete para que den explicaciones sobre temas específicos.
Paradójicamente, la mayoría de los presuntos actos de corrupción que sacuden a la opinión pública no salen a la luz por acción de esos organismos. Casi siempre aparecen porque frente al clima de impunidad reinante, no parece preocupar demasiado “dejar los dedos pegados”. O, quizás, los hallazgos de los organismos formalmente a cargo del control público no consiguen traducirse en las sanciones a que deberían conducir, por la oportuna mediación de algún integrante de la eterna casta que conforma la trama oculta del poder. Es evidente, entonces, que reducir los valores que arrojan las estadísticas sobre “percepción de la corrupción” no depende de la creación de nuevas instituciones de control. ¿De qué depende entonces?
Cierto discurso moralista señala que para erradicar la corrupción como práctica social solo basta con que cada uno asuma su responsabilidad individual, mirarse en el espejo y asumir que si cada uno no cambia, nada podrá resolverla. Supone que basta un cambio ético individual, que es un problema de valores personales, antes que una cuestión estructural, institucional o política. Frases del tipo “la corrupción empieza por casa”; o “si cada ciudadano fuera honesto, no existiría la corrupción”, acaban siendo –como los llama Slavoj Žižek–, actos de denegación fetichista, o sea, de conocimiento de algo y negación de sus consecuencias, lo cual permite seguir actuando como si se lo desconociera. Se minimizan así los factores estructurales, la debilidad de las instituciones, la falta de controles, la impunidad judicial, los incentivos económicos o políticos perversos. Se traslada la carga al ciudadano común y se desplaza la atención de la gran corrupción hacia la “pequeña corrupción” cotidiana, diluyendo la responsabilidad de los que mandan. Y terminamos concluyendo que, como sociedad, nos merecemos los gobiernos que tenemos.
Es a las instituciones a las que corresponde dirigir, orientar y hacer cumplir la ley. Si quienes mandan no tienen proyectos, plataformas u objetivos (salvo preservarse en el poder), si en lugar de gobernar sabiamente y conducir el destino de sus conciudadanos, se dedican a negocios espurios, a enriquecerse rápidamente, a mentir y engañar, no pueden sino convertirse en espejo de la sociedad a la que dicen servir.