La cuestión puede resumirse más o menos así. Si hace frío extremo, en la Argentina se corta el gas; si, por el contrario, el calor arrecia, algún fusible del sistema eléctrico salta por los aires y deja a miles de usuarios sin luz. Si llueve, hay inundaciones en centenares de barrios, populares o no, y si el Estado se retrasa con el cheque mensual, no hay colectivos. Hay más, si se da una pequeña falla humana, chocan los trenes producto de la desinversión en sistemas de emergencias para menguar el riesgo. Si un conductor de un auto hace una pequeña mala maniobra, puede chocar de frente en alguna ruta argentina y, si cuando maneja no mira el asfalto constantemente, puede romper su vehículo con un bache de colección. Todo eso sin hablar de los sobrecostos del transporte, o de la seguridad, educación o salud que millones de ciudadanos se procuran ante la falta de servicios adecuados.
Esta vez fue el calor en marzo en Buenos Aires, una combinación letal para la infraestructura del área metropolitana. Semejante cantidad de usuarios a oscuras gana titulares. Pero a diario, en el interior del país, miles de cortes de luz se dan ante una pequeña tormenta, producto de los millones de kilómetros de cables eléctricos que las ciudades no entierran, sino que conviven con el balcón del primer piso de cualquier casa. Casi como un cordel para tender la ropa con tirantes de media tensión a “pasitos del balcón”, diría algún locutor en una publicidad.
Desde hace tiempo llegaron momentos críticos no solo para el sistema energético, sino para toda la infraestructura. La diferencia entre la electricidad y el gas y los otros servicios es que estos se cortan, directamente no funcionan. Las rutas siempre están abiertas, y los arriesgados automovilistas se acostumbran a la debacle vial.
Se trata de la consecuencia más anunciada del populismo energético que vivió la Argentina desde 2003 hasta que el presidente Javier Milei decidió no regalar más la electricidad y el gas. Claro que en el medio estuvieron tres de los cuatro años de Mauricio Macri –el último de su mandato ya congeló las tarifas en medio de la crisis de 2019–, pero ese período no sirvió para ganarle la batalla al enorme deterioro de años de desinversión en el parque.
Como se dijo, esta vez fue el calor en marzo. Pero el año pasado fue el frío en mayo. Desde hace muchos años, los barcos de gas natural licuado (GNL) que vienen a descargar a los puertos de Escobar y antes, de Bahía Blanca, cumplen un metódico procedimiento. Se aproximan a las aguas jurisdiccionales argentinas, pero, elementos de navegación en mano, no ingresan y se mantienen al límite. Allí permanecen quietos hasta que el dinero de la compra se acredite en la cuenta de las enormes compañías que venden el combustible. Una vez que los dólares ya sonaron en la caja, vuelven a navegar y recién entran a la jurisdicción criolla. ¿El motivo? La desconfianza y la falta de crédito que cosechó el país desde que se convirtió en importador de gas, allá por el invierno de 2008. Contado efectivo.
La anécdota es apenas una muestra de un sistema que está al límite y que cualquier situación adversa, por mínima que sea, puede ser irremediable para los servicios públicos, no solo para el gas. En 2024 se trató del frío anticipado, 10 grados menos que la misma semana de 2023, y un barco que tardó en amarrar. Sí, unas pocas horas de un barco que no tuvo el pago en tiempo y forma, causó el corte en las estaciones de GNC y en una porción importante de la industria. Cortes de gas ante el frío.
Ahora bien, ¿es posible entender cuándo se empezó a gestar esta emergencia que impide producir, estar fresco en verano, entregar una ducha caliente y cargar combustible al mismo tiempo cuando la temperatura baja o sube? La respuesta es sí. Allá por 2003 y 2004 se empezó a militar el llamado populismo energético. Entonces, el primer kirchnerismo entendió que bajar los servicios al punto de regalarlos era un enorme negocio electoral. Los precios se congelaron, la factura se pagaba sin ningún dolor, la demanda aumentó y la inversión se frenó a poco más de cero. Como si eso fuera poco, detrás del dinero de los subsidios se cocinaron los más jugosos negocios que se puedan imaginar. Unos millonarios; miles, sin luz o gas.
Para dar vuelta semejante deterioro son necesarios años de planificación. Además de trazar un sendero de precios, se necesita establecer qué inversiones se llevarán a cabo para dar vuelta la taba. A eso se le suma un activo que suele faltar en la Argentina: reglas de juego claras a largo plazo y cierta estabilidad.
El Gobierno empezó con una estación necesaria de ese camino: aumentar las tarifas como para recomponer la ecuación económica de las empresas y de paso, bajar los subsidios. Para poner en cifras el asunto, de acuerdo al informe mensual que realiza el Área Fiscal y Políticas Públicas del Instituto Interdisciplinario de Economía Política, un centro de estudios de la Universidad de Buenos Aires y el Conicet, la cobertura promedio ponderada por nivel de segmentación (en el gas y la electricidad N1, N2 y N3), remunera actualmente el 54% del costo de producción, transporte y distribución de energía en el área metropolitana, epicentro del consumo. El otro 46% son subsidios. Dicho esto se podría conjeturar que habría que duplicar la tarifa actual para mantener el estado de las cosas. La inversión sería otra cuenta, algo así como unas expensas extraordinarias que las debería pagar o el Estado o la tarifa.
Para entender el populismo energético vale la pena este recuento. La electricidad subió 247% desde diciembre de 2023 y el gas, 531%, siempre en el área metropolitana. Pese estos porcentajes, de acuerdo a los datos de febrero, se cubría 54% del costo. En el transporte, la recomposición fue de 601% y en el agua, 297%. En el primero, la tarifa paga un 21% del costo; en el segundo, con el caso AYSA, se anota el único servicio metropolitano que con lo que se paga se cubre el 100% del costo.
Se sabe que la destrucción tiene tiempos mucho más rápidos que la construcción. Hubo una paciente, pero constante destrucción de dos décadas; la reversión no podrá ser de un día para el otro. Mientras tanto, la Argentina no podrá tener a todos los usuarios contentos. A despedirse del aire acondicionado en los picos de calor. La infraestructura no puede brindar soluciones a todos en esos días. Y una cosa más: el populismo energético caló hondo, al punto que una gran mayoría de usuarios prefieren pagar menos y tener algún que otro apagón por año. Y entonces, el servicio es acorde con lo que se paga. Y más aún, con lo que se pagó durante poco menos de 20 años.