“Te vas de la Argentina veinte días y cambió todo, te vas veinte años y no cambió nada”. Esta frase, repetida en incontables charlas familiares y encuentros de amigos, encapsula una paradoja que define nuestra peculiar dinámica política y económica: mientras los acontecimientos parecen moverse en el día a día a un ritmo vertiginoso, la estructura de fondo pareciera más difícil de remover. Es una tensión que atraviesa la política y la sociedad argentinas, y que se refleja con claridad en la gestión presidencial actual y en los interrogantes que genera dentro y fuera del país.
Nadie duda de la vocación transformacional de este gobierno. ¿Y si en el 2027, o el 2031, ganase nuevamente una fuerza con el mandato de reimplantar un modelo más intervencionista-populista que impulse un retorno, como ocurrió con el kirchnerismo, al estatismo inflacionario y gastomaníaco?
Tan o más interesantes son las lecturas que se realizan de los datos de la realidad, sobre todo (pero no únicamente) los de opinión pública: en este caso, guarismos similares o incluso tendencias relativamente estables son leídas con el tiempo de manera muy diferente.
Según el último informe de D’Alessio IROL-Berensztein, la imagen de Javier Milei se mantuvo estable en una franja entre los 41 y 47 puntos de valoración positiva desde el comienzo del año, con variaciones mensuales que no superan los dos o tres puntos (dentro del margen de error). Sin embargo, la interpretación de estos números fluctúa entre extremos: por momentos, los valores son signo de fortaleza; en otros, evidencia de una gestión que sufre desgastes.
¿Qué explica esta divergencia entre la estabilidad de los datos y la volatilidad de las narrativas?
En la Argentina, la figura (la institución) del presidente es un eje gravitacional central. Desde los tiempos de la Organización Nacional, cuando se consolidó el orden constitucional basado en la Carta Magna de 1853, los presidentes han sido percibidos como responsables primarios, sino absolutos, de los éxitos y de los repetidos fracasos.
Un ejemplo elocuente y ahora en boga es el de Carlos Menem, quien asumió el poder en medio de una crisis hiperinflacionaria y fue visto a partir de 1991 como el arquitecto de un ‘milagro argentino’. Sin embargo, al final de su mandato, la sociedad le atribuyó casi la totalidad de responsabilidad de fenómenos como un creciente desempleo, aumento de la desigualdad y una crisis de endeudamiento que preludió el colapso de 2001.
El menemismo es, incluso hoy, para muchos, mala palabra. Este protagonismo no solo coloca una carga excesiva sobre los presidentes, sino que también convierte sus gestiones en blanco constante de análisis, muchas veces simplistas, que pasan por alto la influencia de factores externos o el rol de otros actores políticos y económicos. Y obliga a la prudencia: cuidado con suponer que los resultados iniciales, incluso algún triunfo electoral, otorga poderes imperecederos. Nada es para siempre, sobre todo en política.
Hasta la irrupción del fenómeno libertario, la economía política argentina se caracterizaba por una notable estabilidad en aspectos estructurales. Las lealtades partidarias, los patrones de voto y las dinámicas de poder territorial habían variado relativamente poco en las últimas décadas, mientras que los ciclos de crisis económicas y políticas seguían patrones recurrentes.
Pablo Gerchunoff y Lucas Llach lo llamaron, en su libro homónimo, “el ciclo de la ilusión y el desencanto”: períodos de auge y caída que se suceden con una regularidad casi predecible, reflejando una tensión entre grandes expectativas y decepciones sistemáticas.
Frente a los ciclos largos donde las continuidades predominan, hay una cotidianeidad micro donde todo parece acelerarse hasta protagonizar episodios cuasi caóticos. Cambios abruptos en políticas públicas, internas y peleas personales, conflictos sectoriales, casos de corrupción… todo mezclado y combinado crean la sensación de incertidumbre y volatilidad.
Tendemos a exacerbar el dramatismo de circunstancias que parecen determinantes pero que, miradas en perspectiva, responden al famoso ‘todo pasa’ incrustado en el anillo de Julio Grondona.
En parte esto también se debe a interpretaciones no del todo objetivas de la información disponible. Si la imagen de Milei cae dos puntos entre mayo y junio, no faltan quienes lo interpreten como el inicio de una tendencia descendente y proyecten un escenario de deterioro continuo. Del mismo modo, una suba puntual puede ser leída como señal de recuperación.
Estas lecturas superficiales ignoran los márgenes de error de todas las muestras y la enorme complejidad que implica la identificación de las causas en los cambios de la opinión pública. La necesidad de explicar lo inmediato suele llevar a construir narrativas que tienden a magnificar la importancia de fluctuaciones menores.
Si la aprobación presidencial fluctúa entre 42% y 44% en un contexto de severo ajuste fiscal, puede interpretarse como resiliencia frente a un contexto adverso o como un semáforo amarillo frente a un año electoral. Ambas lecturas son aceptables aunque, mirando la fragmentación que caracteriza a todos los espacios políticos opositores, difícilmente la mayoría relativa que no tiene buena imagen de Milei se incline por un solo candidato.
Ergo, la atomización opositora vuelve ese umbral superior al 40% más que apetecible: si se tradujera en voto al oficialismo, implicaría un crecimiento de más del 30% respecto de la primera vuelta del 2023. Y, más importante aún, le permitiría a Milei soñar con la reelección en primera vuelta si le sacara más de 10% a su principal contrincante.
El desafío principal no está en los números, sino en la manera de interpretarlos. Una variación puntual debe ser siempre contextualizada. La Argentina no es tan volátil como parece, ni tan inmóvil como algunos sostienen. Es un país marcado por una tensión constante entre la percepción de cambio y la realidad de continuidad.
Entender que la estabilidad y el cambio no son opuestos, sino complementarios, puede ayudarnos a construir un análisis más realista. Desdramatizar el presente y analizar con perspectiva el panorama puede ser el primer paso hacia una lectura más ponderada de nuestra realidad política y social.