El triunfo de Donald Trump supone una agenda que complejiza aún más el contexto de la globalización. Aunque no es cierto que necesariamente avance hacia una desglobalización.
Por un lado, prevé un alza en aranceles en frontera en el país mayor importador del mundo -importa u$s3,4 billones anuales, lo que supone u$s660.000 millones más que China, que es el segundo importador-, aunque debe considerarse que no está claro si esa alza será aplicable para todos o solo para los que no se alineen con los objetivos geoestratégicos de Estados Unidos.
Pero, por otro lado, anuncia una agenda de menor intervencionismo en materia de energía, manufacturas y nuevas tecnologías y esa agenda se apoya en baja de impuestos, reducción de la carga regulativa (más autonomía empresarial) y una eventual reducción de la dimensión del sector público en los EE.UU. Más cargas por un lado y menos por el otro.
El mundo ha ingresado en una nueva fase de ‘competivismo’: los países pretenden lograr sus mejores condiciones particulares de prevalencia en un escenario de reducción de la cooperación internacional, pérdida de relevancia de los organismos multilaterales y discriminación entre países a favor de aliados y en contra de neutrales o adversarios (friendshoring).
Pero una advertencia emerge para la globalización: se consolidará por un lado una internacionalidad apoyada en ‘clubes de amigos’ para las cadenas de valor manufactureras mientras a la vez y, en simultáneo, muy probablemente veremos una mayor internacionalidad (y más ‘abaratativa’) para la nueva economía del capital intelectual (digitalizada, plataformizada, con base en los intangibles para la generación de valor) sobre la que no hay alcance arancelario.
La actividad manufacturera es cada vez menos significativa en el total de la economía global: según el Banco Mundial, la industria manufacturera sumada a la actividad de la construcción suponen solo 26% de todo el producto bruto mundial (eran el 32% en 1990), mientras los servicios generan el 55%.
Hoy la gran revolución de la economía internacional está protagonizada por las nuevas tecnologías generando capital intelectual, creando valor a través de intangibles y consolidando la economía del conocimiento. La cotización récord de las mayores empresas del mundo (provenientes mayormente de esta nueva economía) lo acredita.
El MIT anuncia que asistimos a la sexta ola histórica de innovación en la que los soportes (que en la quinta ola eran el software o las redes y en la cuarta ola fueron la petroquímica, los electrónicos y la aviación) son hoy la inteligencia artificial, el internet de las cosas y las tecnologías limpias. Por eso, instituciones privadas como el McKinsey Global Institute afirmó en un trabajo de hace unos años que si midiéramos bien la totalidad del comercio internacional en el planeta, descubriríamos que más de la mitad de ese total se compone de servicios y no de manufacturas.
Todo hace prever que la nueva agenda internacional se compondrá de un plato agridulce y complejo que exacerbará el despegue global de la nueva economía de los intangibles en materia transfronteriza (la revolución tecnológica es supranacional y no puede dejar de serlo) frente a la guerra de sanciones, discriminaciones y objeciones geopolíticas entre algunas potencias y la consecuente transformación de las cadenas internacionales de valor.
Esto está en línea con el hecho de que el mundo vive tres grandes revoluciones inevitables: la de la información (principal motor global de la economía), la de las biociencias (que modifica el modo en que nos relacionamos económica y socialmente con la naturaleza) y la de las organizaciones (que generan nuevos modos de implementación de procesos productivos a través de sistemas más abiertos, horizontales, desjerarquizados y vinculares). Todo lo demás debe adecuarse a aquellas. Muchas reacciones que vemos en estos días desacoplan la economía tradicional de estas tres revoluciones que son más poderosas.
La nueva globalización no es ya la de los objetos físicos en procesos de manufacturación incremental a través de redes de valor tradicionales y por sobre los países; sino la del intercambio de información global, la generación de capital intelectual transfronterizo, la activación de procesos de creación de intangibles con valor económico en mecanismos virtuosos supranacionales. Allí está la aplicación de la inteligencia artificial, la internet de las cosas (más de la mitad de todas las conexiones a internet en el mundo se producen entre objetos y sin intervención de humanos), la blockchain, las superapps y la creación de conocimiento aplicado.
Dice la World Intellectual Property Organization (WIPO) que, del total de inversión en el mundo medida desde 1995 hasta la fecha, la inversión en intangibles creció casi 50% más que la inversión en intangibles tradicionales. Lo que ocurre en una integración intersectorial de lo digital e intangible, que tiene lugar transversalmente en todos los ‘viejos’ sectores de la economía en transformación, en lo que hoy ya se llama borderless economy.
Todo ello nos lleva a la globalización de los estándares de producción, de los modelos de interacción, de la conexión de sistemas de actividad más que a la del mero paso de productos físicos a través de las fronteras integrando procesos de manufacturación (el modelo que impulsó la globalización hace unas décadas). Y obliga a comenzar a estudiar nuevos e incrementales intercambios internacionales con valor económico que las estadísticas no están siquiera detectando, como lo que el Handbook on Measuring Digital Trade de OECD-WTO-IMF llaman non monetary digital flows, que cambian el ‘conceptual framework’ de la internacionalidad económica.
Lo que explica que, en pleno vigor del ‘competivismo’ entre países, el valor del mercado de big data (la industrialización de la información) sea hoy cinco veces mayor que hace un decenio.