MADRID.- ¿El mayor reconocimiento literario o una especie de beso de la muerte? Para algunos ganadores del premio Nobel de Literatura, que se fallará de nuevo mañana en Estocolmo, recibir el galardón, dotado con 10 millones de coronas suecas (casi un millón de euros), fue más una maldición que un motivo de alegría. Uno de los ejemplos más trágicos es el del escritor sueco Harry Martinson, premiado en 1974, que consideró que había arruinado su existencia como autor y como persona. El poeta era miembro de la Academia Sueca, encargada de conceder el premio desde 1901, por lo que se consideró que el Nobel estaba amañado. Las críticas deprimieron profundamente a Martinson, que se suicidó haciéndose el harakiri cuatro años después.
“A lo largo de los años, un pequeño número de ganadores del Nobel de Literatura ha experimentado el galardón como una desdicha o incluso una maldición”, reconoce Horace Engdahl, que fue secretario permanente de la Academia Sueca entre 1999 y 2009, en un correo electrónico. El caso de Martinson es el más drástico, pero existen otros menos graves. “Se dice que algunos perdieron el don de escribir al sentirse intimidados por la situación, al no dejar de preguntarse: ¿es esta una página digna de un premio Nobel?”. Sin embargo, Engdahl considera que se trata “más de un mito que de una realidad”. Si es cierto que algunos maestros de la literatura escribieron libros mediocres al recibir el premio, la mayoría “se volvieron más prolíficos o incluso se embarcaron en nuevos estilos”. Por ejemplo, W. B. Yeats, Ivan Bunin, Thomas Mann o Samuel Beckett.
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Hacia el último cambio de milenio, se popularizó el término de “maldición del Nobel” para referirse a ganadores en las categorías científicas que, habiendo conseguido el máximo reconocimiento en sus campos, dejaron de investigar con rigor, se pronunciaron sobre asuntos de los que no eran especialistas o se durmieron en los laureles, habiendo demostrado ya su excelencia. De esa enfermedad fueron acusados, por ejemplo, el físico Roger Penrose, el médico Luc Montagnier o el economista Joseph Stiglitz. “Se puede establecer una analogía con los premios científicos”, afirma Javier Aparicio Maydeu, catedrático de Literatura Española y Comparada en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. “Un Nobel nunca perjudica, pero autores que lo ganaron, como Camilo José Cela, Nadine Gordimer, J. M. G. Le Clézio o Herta Müller, no escribieron nada significativo tras recibirlo y hoy están literariamente muertos, por decirlo de algún modo: ya muy pocos los leen”, añade.
Con todo, ese infortunio no perjudica a todos los ganadores por igual. “A los escritores con una obra larga y un universo propio, como Patrick Modiano, no les afecta en lo más mínimo. A los premiados por motivos que no son estrictamente de solidez artística o literaria, sino por razones geopolíticas, como Orhan Pamuk, sí les puede perjudicar. Muchos se convierten en conferenciantes de lujo, pierden su intensidad creativa y se desperdician como autores”, sostiene Aparicio Maydeu.
Annie Ernaux lamentó el tiempo de escritura que el Nobel le había quitado: “Antes solo era una escritora. Ahora soy un icono, un símbolo, todas esas palabras pomposas que carecen de significado para mí”
Gabriel García Márquez también temía ganar el Nobel, pero por motivos distintos. Creía que el premio, que calificó de “laurel senil” en 1980, equivalía a una sentencia de muerte: había observado que muchos ganadores, como Albert Camus, Juan Ramón Jiménez, Pablo Neruda, Luigi Pirandello o André Gide, murieron menos de siete años después de recibirlo. John Steinbeck, que también formó parte de ese funesto grupo, calificó el Nobel de Literatura como “beso de la muerte” poco antes de morir, según la versión de Saul Bellow, que también lo ganó y no siempre lo disfrutó. En 1982, García Márquez se alzó con el premio y desafió esa maldición por duplicado: no murió hasta 2014 y publicó algunos de sus mejores libros, como El amor en los tiempos del cólera (1985) y El general en su laberinto (1989), tras recoger el premio en Estocolmo.
De la misma manera, William Faulkner y Ernest Hemingway consideraron que era un canto del cisne, un reconocimiento a autores en la recta final. Ganadores más recientes han tenido opiniones negativas. La poeta polaca Wislawa Szymborska, premiada en 1996, aseguró que había destruido su vida privada y la había convertido en una “persona oficial”. Doris Lessing, que lo ganó en 2007, se enteró al bajar de un taxi de regreso a casa. “¡Oh, Dios!”, pronunció en tono exasperado. Elfriede Jelinek o Herta Müller, celosas de su intimidad y de reputación huraña, tampoco dieron saltos de alegría.
Una de las últimas premiadas, Annie Ernaux, que lo ganó en 2022, admitió que el Nobel no le hizo “nada feliz”: la parte oficial se le hizo “pesada” y le quitó “tiempo para escribir”. “El premio me ha convertido en un personaje público. Antes solo era una escritora. Ahora soy un icono, un símbolo, todas esas palabras pomposas que carecen de significado para mí”, nos contó en mayo en su casa en Cergy, en las afueras de París. “Me sentí como esa Virgen, Notre-Dame de Boulogne, a la que pasearon por parroquias de toda Francia al terminar la II Guerra Mundial”.
Para los escritores menos acostumbrados a la atención pública, el premio es un salto al vacío que, sobre todo si tienen una edad avanzada, no siempre saben sobrellevar. Por ejemplo, a finales de los noventa, poco después de convertirse en el primer Nobel caribeño en 1992, Derek Walcott declaró que había sido “un momento realmente terrible” por lo “exigente” que resultó responder a las solicitudes de medio mundo. “El premio supone un esfuerzo personal importante por la promoción y la enorme visibilidad que conlleva”, apunta Diego Moreno, editor de Nórdica, sello independiente que cuenta con tres Nobel en su catálogo —Tomas Tranströmer, Peter Handke y Jon Fosse. “No creo que haya tenido efectos nocivos en ellos, pero hay autores que disfrutan más con la exposición pública y otros que no son tan proclives a estar presentes en los medios”, señala Moreno.
“El galardón es un inmenso honor, pero también una responsabilidad y compromiso”, le secunda la directora editorial de Penguin Random House, Pilar Reyes. “Se vuelve problemático cuando el premiado se ve obligado a representar un país o una lengua, lo que entra en conflicto con una de las características esenciales de ser escritor: su absoluta libertad y el hecho de no ser reivindicado para ninguna causa”, dice Reyes.
Para Sigrid Kraus, directora editorial de Salamandra hasta 2022, todo depende “del carácter del escritor y del momento en que lo recibe”. “Para los autores retraídos, puede ser realmente una maldición. Al principio se entregan a esta nueva etapa de su vida, pero al cabo de un tiempo es un agobio”, indica Kraus, que considera que los que reciben el premio como consagración lo saborean mejor. “Lo que une a todos es el placer de ver sus libros reeditados y, no nos engañemos, la recompensa financiera que acompaña este premio”. Pese a las críticas, casi ninguno ha renunciado a ella. En 1964, Jean-Paul Sartre rehusó el Nobel y también su dotación económica por miedo a que afectara “el impacto de sus escritos” y evitar ser “institucionalizado”. Fue el único escritor que lo ha rechazado en toda su historia.