Cuando el 7 de octubre de 1995, hace exactamente 29 años, Diego Maradona, en una de sus típicas reacciones que quedaron en la historia invitó al “Huevo” Toresani a pelear en Segurola y Habana, yo estaba estudiando periodismo en la ciudad de La Plata, muy lejos de esa esquina de Villa Devoto que, con el tiempo, se transformó en icónica. En ese entonces, no me preocupaba por averiguar el origen de los nombres de las calles porteñas, un vicio que adquirí cuando me mudé a Buenos Aires, unos años después.
Hace no mucho tiempo, caminando por el barrio de Parque Chacabuco, me crucé en la esquina de Puan y Baldomero Fernández Moreno con una plazoleta. En ella había un árbol protegido por un anillo metálico. Se trataba de un Pacará, que, para más datos, era conocido como “el Pacará de Segurola”. Entonces vinculé este ejemplar arbóreo con la dirección de la casa de Diego y de inmediato quise saber quién era ese tal Segurola. Descubrí que se trataba de un personaje trascendente, que pasó a la historia como “el primer sanitarista argentino”.
Nacido en la ciudad de Buenos Aires en 1776, el sacerdote Saturnino Segurola y Lezica fue un hombre de múltiples intereses. Apasionado por los libros y la educación, ejerció como titular de la Biblioteca Pública de Buenos Aires. También fungió como Inspector general de escuelas, pero sin dudas, lo más relevante de este Dean fue su dedicación en cuerpo y alma a la vacunación contra la viruela.
El método para combatir esa enfermedad que hacía estragos tanto en Europa como en América había sido inaugurado muy poco tiempo antes, cuando se realizaron las primeras pruebas de inoculación. Esto es, se hacía una pequeña incisión en el brazo de un hombre sano y se le introducía pequeñas porciones de pústula de una persona enferma. Fue el médico británico Edward Jenner quien, en mayo de 1796, inoculó con linfa de viruela bovina al hijo de su jardinero. Luego de ese proceso, el niño quedó inmune contra la temible patología.
A partir de eso, la vacuna –homenaje al animal que le dio origen- se expandió por el mundo. En julio de 1805 llegó a Montevideo en la fragata La Rosa del Río. Un traficante de esclavos llegaba allí con unos cinco africanos inoculados y dispuestos a propagar el método de inmunización. Con una visión sanitaria sorprendente, Sobremonte, titular del virreinato del Río de la Plata, hizo traer la vacuna a Buenos Aires, creó el Conservatorio de Vacuna y puso al frente de él a Saturnino Segurola, que se tomó la tarea con profunda responsabilidad.
Entonces es cuando la historia se une con el presente. El lugar elegido por Segurola para aplicar a los porteños el novedoso método contra la viruela fue bajo la sombra de un árbol Pacará, que se encontraba en una quinta del hermano del Dean, Romualdo Segurola, exactamente en el sitio donde hoy se cruzan Baldomero Fernández Moreno y Puán. Sin embargo, hay que aclarar que el ejemplar original, dañado por los años, fue talado en el año 1990 y el que se eleva hoy allí es un retoño de aquel viejo vecino vegetal del barrio.
Segurola tuvo que luchar ya en aquel tiempo contra una tribu recién surgida pero inevitable: los antivacunas. “Los médicos, por una parte y los padres de familia por otra me opusieron una cruel guerra. El modo de hacerla de los facultativos era esparciendo ideas poco favorables, unos que la vacuna no era antídoto, otros que, aunque evitaba la viruela, acarreaba otros males tan terribles como ella”, se quejaba el religioso en sus informes.
Como hombre de su época, Saturnino abrazó la causa de la Revolución y en 1813 fue nombrado por el Triunvirato como Director General de Vacunas en la Ciudad y la Campaña. Como reconocimiento a la importancia de su labor, este hombre de religión y de ciencia también recibió el título de “Vacunador Honorario” por la Real Sociedad Jenneriana de Londres, fundada por el creador de la vacuna.
Así concluye esta breve historia. Si no te gustó, querido lector, lo hablamos en Segurola y Habana.