Causa tristeza al comprobar que algunos ya no están. El resto sigue asistiendo, puntual, cada 5 de octubre. De las madres que por años lucharon para demostrar que sus hijos no siguiesen muriendo en el olvido, solo quedan dos, muy ancianas, y ningún padre.
Es notorio que ya no desfilan con la misma energía de años atrás, y uno que otro pide una silla para presenciar la ceremonia. Es que los soldados veteranos que defendieron el regimiento de infantería de monte 29 de Formosa el 5 de octubre de 1975, ya tienen 70 años cumplidos, algunos con más achaques que otros, pero todos reunidos con una misión en común: mantener la llama viva por lo hecho aquella calurosa tarde de domingo mientras hacían el servicio militar obligatorio.
El ataque
Ese caluroso domingo el subteniente Jorge Ramón Cáceres, ordenó hacer un asado y quiso que estuviera listo para las 12. Sospechaba que al anochecer algo pasaría. Cada uno de los 70 soldados conscriptos recibió un cargador más.
Después de almorzar, habían jugado un partido de fútbol y se encaminaban a las duchas.
En la guardia, algunos compartieron el vino que había sobrado y se recostaron. Marcelino Torales se había acomodado sobre el techo del placard de hormigón. También estaba, entre otros Rogelio Mazacotte, de Pirané, que se ganaba la vida como changarín en una fábrica de tanino. Y también, entre ellos, había un traidor, Luis Mayol, un santafecino que estudiaba Derecho y que era un militante montonero. Había llegado castigado de Santa Fe, su provincia natal.
Se extrañaron al verlo a mitad de la mañana dando vueltas por la guardia, y con la excusa de ir la compañía a buscar un pulóver, abrió el portón de entrada a cinco camionetas con una treintena de montoneros.
Quince minutos después los sobresaltó el sonido de disparos. No se sabía, pero en esa acción hacía su aparición el ejército montonero, con uniforme azul, aunque algunos de ellos vestían camperas de lona y pantalones vaqueros. Los terroristas perseguían dos objetivos: obtener armamento y provocar un impacto psicológico político y en la opinión pública.
“¡Salgan y dejen el armamento!”, se escuchó que los atacantes ordenaban a los soldados que estaban en la guardia. Nadie obedeció y la guardia fue acribillada. El soldado Mazacotte de pronto descubrió que había sido herido en el abdomen. A su lado, su compañero Arrieta agonizaba. Había que salir.
“Robertito” Sosa
El soldado Edmundo Roberto Sosa murió de un tiro en la cabeza, junto a la radio. Su mamá Catalina lo había tenido soltera a los 16 años y verlos juntos hasta parecían hermanos. A ambos les gustaban las fiestas y Robertito, como le decían porque era bajito, le dedicaba serenatas. Luego de hacer la escuela primaria en Formosa se fue a trabajar a una fábrica en Almirante Brown, en el conurbano sur, donde vivía una tía, y regresó a la provincia a cumplir con el servicio militar. Como la mamá era soltera, pudo haber pedido la excepción, pero quiso hacerlo. Ese domingo le tocaba franco pero se lo cambió a un compañero que le salió la oportunidad de ir a Clorinda a ganarse unos pesos acarreando bolsas de harina.
Todos disparaban, a pesar de los pedidos que los terroristas de que se rindiesen. Mazacotte, entonces, recibió un tiro en la pierna derecha, arriba de la rodilla y quedó fuera de combate.
El sargento que algo presintió
Los montoneros abatieron al sargento primero Víctor Sanabria, 31 años, un infante especializado en telecomunicaciones, que intentaba, en la guardia, operar la radio para dar la alerta. En el forcejeo con uno de ellos fue acribillado por la espalda.
Su familia vivió el ataque de la peor manera: ocupaban la casa número 13 en el barrio militar, ubicada justo enfrente de la guardia, a unos 200 metros. Ese mediodía se había juntado la familia a comer un asado y Sanabria estaba de franco, pero un compañero le pidió si lo cubría. Se duchó y a las tres y media de la tarde, luego de tomar un tereré, cruzó al cuartel.
Cuando se desencadenó el ataque, su hijo Carlos, de entonces 11 años, miró todo por la ventana y recuerda a su madre, a los gritos, con su hermana Roxana de 11 meses en brazos. Sabía que el marido estaba en la guardia. Ella había tenido una charla premonitoria con él, cuando le advirtió que la mano venía brava por los atentados que había en el país, pero que se quedase tranquila porque en Formosa no pasaba nada, pero aclaró que debían estar preparados.
Otro grupo asesinó a sangre fría a cinco conscriptos que dormían. Cuando se dirigieron a otra de las cuadras donde descansaban soldados, se toparon con Hermindo Luna que hizo frente a cinco atacantes. Que se rindiera, que la cosa no era con él, le advirtieron. “¡Acá no se rinde nadie, mierdas!” les gritó. Lo partieron al medio con una ráfaga de ametralladora.
El soldado condecorado
Ricardo Valdez, nacido en Colonia San Jacinto, en el departamento de Pirané, “del interior profundo”, explicó a Infobae, que solo había hecho la primaria porque no había escuela secundaria y no quería desarraigarse. Trabajaba en el campo en el cultivo de algodón y maíz. Se había incorporado en Ejército porque en el sorteo le había tocado el 513.
Pertenecía a la compañía A y ese domingo le tocó guardia y por la mañana le dieron el manejo de una ametralladora MAG, apostada junto al mástil. Estaba con su compañero Gamarra, como abastecedor. Aún le dolía el cuerpo por los movimientos vivos que les había hecho hacer Cáceres, el oficial de servicio. “Los veo dormidos y si hoy nos atacan los guerrilleros, nos matan a todos”, les dijo.
A las dos de la tarde fue relevado y debía entrar de guardia nuevamente a las ocho de la noche. Se fue a descansar y sintió que el infierno se desataba cuando “esta mala gente”, como los llama, comenzó a tirar contra la puerta a la altura de un metro. Todos permanecieron cuerpo a tierra. Muchos de sus compañeros estaban heridos, se quejaban y la sangre ajena manchó su uniforme. Un soldado se desesperó y al abrir la puerta fue acribillado. Valdez, de un salto, llegó a la puerta y como pudo volvió a cerrarla. Los guerrilleros disparaban una ráfaga, paraban unos instantes, y nuevamente otra, recuerda. Valdez los escuchaba hablar y correr por el pasillo de la guardia.
Ahí fue cuando un guerrillero se asomó por la ventana con una granada en la mano y Marcelino Torales, albañil, que su sueño de chico humilde y peronista era ser cantante como Sandro, y que participaba en los concursos de canto en el Club Don Bosco, desde arriba del placard donde se había acomodado para dormir, lo abatió de un disparo de FAL y la granada le estalló en la mano.
Torales terminaría muerto de varios disparos en el pecho. Era el segundo de siete hermanos y a su mamá, que trabajaba de empleada doméstica, antes de irse al cuartel, le dijo que al otro día regresaría, que le guardase la ropa.
Los soldados aprovecharon para saltar por la ventana, sacando el mosquitero, y se dirigieron al campo de instrucción, donde tomaron posición para contestar el fuego de los atacantes. Se cubrieron detrás de un timbó, un árbol grande con una amplia sombra que era apreciada en el abrasador calor formoseño. Les dispararon a los terroristas que corrían para subirse a un camión que los esperaba.
Algunos soldados intentaron refugiarse en los baños y los montoneros les arrojaron granadas por las ventanas. Mayol guió a los atacantes hasta el depósito de armas, pero encontraron una tenaz resistencia de conscriptos. Luego de hacerse con 18 FAL y un FAP emprendieron la retirada, temiendo que los refuerzos no demorarían en llegar.
Cuando vieron a Mayol salir al descubierto con una ametralladora para rematar al subteniente Masaferro que estaba herido, los soldados lo abatieron.
Los montoneros sufrieron varias bajas, producto del fuego de la ametralladora dispuesta cerca del mástil. Dejaron el cuartel, escaparon en un Boing 737 y aterrizarían en un campo por Rafaela, y volarían en un Cessna 182 con rumbo a Corrientes.
Quedaron 24 muertos, doce por cada lado. Fallecieron el subteniente Ricardo Massaferro, el sargento Víctor Sanabria, y los soldados Antonio Arrieta, Heriberto Ávalos, José Coronel, Dante Salvatierra, Ismael Sánchez, Tomás Sánchez, Edmundo Sosa, Marcelino Torales, Alberto Villalba y Hermindo Luna. También murieron tres civiles, ajenos a la acción.
La vida después
Catalina, la mamá del soldado Sosa, murió hace dos años, a los 83. Enfrentó su depresión encontrándole un sentido a una vida sin su hijo: fue una de las primeras en salir a juntar firmas para un proyecto de ley para que el Estado reconociese a los muertos, y convenció al intendente de armar una plaza a la que bautizaron “5 de Octubre”. No le importaron los golpes, como cuando el presidente Néstor Kirchner visitó la provincia y ella le entregó una carta solicitando el reconocimiento, y meses después recibió como respuesta que no le correspondía nada.
No tuvo suerte en su intento de crear una asociación de familiares de caídos, y lo que consiguió su hija Mariana fue armar, hace un par de años un grupo de wasap entre los familiares.
Con el reciente decreto que establece indemnizaciones para los familiares de los caídos y de los heridos Mariana Sosa asegura no sentir alegría, “porque hay demasiadas ausencias”, aunque dice sentir un poco de paz. Pide mantener viva la memoria e insiste en que en las escuelas el hecho se incorpore a la currícula. Aclaró que es optativo y que en muchas no se habla.
Carlos Sanabria recordó a Infobae que su padrino Antonio -el hermano mayor de su papá- lo llevó al cuartel donde fue el velorio, y lo alzó para que pudiera darle un último beso en la frente a su papá. Su esposa cumplió la voluntad de su marido, que si le pasaba algo, que por favor hiciera estudiar a los chicos. Los dos son ingenieros zootecnistas recibidos en la Universidad Nacional de Formosa. Aclaró que la mamá, que falleció en 2013 a los 66 años, los crió sin odio ni revancha y que ellos aprendieron a convivir con el dolor y la injusticia. “Es lo que nos tocó”, afirmó. A Carlos le quedó, desde entonces, una sensación amarga, porque ese domingo, en su patio poblado de plantas de pomelo y naranjas, mató a un colibrí con una honda, y dicen que matar a ese ave traía mala suerte.
El 30 de octubre de 1975 el general Jorge Videla, jefe del Ejército, viajó a Formosa, donde condecoró al conscripto Valdez y a otros siete soldados por su “valor y arrojo”. Valdez entró a la policía provincial, trabajó en el departamento judicial, se casó y tuvo dos hijos, ambos suboficiales de Ejército porque no tenía el dinero para la carrera de oficiales.
Es de los que asisten a las conmemoraciones y piden una silla. Se trató de un cáncer, pero padece diabetes II y cardiopatía. Fue el que organizó el centro de veteranos del 5 de octubre. Se asombra cuando cae en la cuenta que el año que viene se cumplirán 50 años de cuando aquellos muchachos, a los que hoy la vida les cuesta un poco más, lucharon a sangre y fuego en una tarde formoseña, donde nunca pasaba nada.