Una vez más, el conflicto educativo vuelve a escalar al tope de la agenda nacional. Tanto en el plano de las urgencias de un gobierno desbordado y ya en los límites extremos de su política de estabilización, como en el de una sociedad que, agobiada por la crisis económica, tarda en ver luces al final de un túnel que jamás imaginó transitar.
Los términos del problema son simples. El enfrentamiento con la educación pública expone al programa del Gobierno con el eje central de su propuesta electoral. La educación integra, en efecto, junto con el empleo, la salud y la seguridad, el núcleo básico de la demanda crítica de parte de quienes vieron en Javier Milei una alternativa real de cambio.
Sus apoyos políticos fueron desde un principio exiguos, apenas algo menos de un tercio del electorado, y su correlato lógico se expresó en la debilidad de sus representaciones parlamentarias y gubernativas. El apoyo adicional de algo más de un 20% del electorado independiente, defraudado con la oferta de Juntos por el Cambio, apenas parece haber bastado para protegerlo de las inclemencias de un clima cada vez más hostil y exigente.
Contra lo que sostienen muchos analistas interesados, la lucha contra la inflación o la recuperación de la moneda estuvo muy lejos de operar como un factor decisorio del voto presidencial. Lo central fue la demanda de trabajo y de seguridad, tanto social como pública. De allí que las dificultades actuales del gobierno sean las mismas que desde siempre paralizaron otros intentos similares, tanto o más decididos que el actual.
La tormenta perfecta va adoptando características familiares. Las dificultades para encarar una reforma laboral, por lejos la principal demanda popular en los últimos años, parecen retroalimentarse con la dificultad paralela para estabilizar el sistema previsional, profundizar la reforma fiscal y, sobre todo, ordenar el desborde por momentos caótico del sistema de salud. Bajo estas condiciones, no resulta extraño que el impacto en las tarifas de los servicios básicos y en el transporte, sobre todo urbano, vuelva a operar como disparadores de una reacción de las clases medias, con consecuencias imprevisibles para el clima social de las grandes ciudades.
A poco más de nueve meses, la crisis parece afectar el sistema nervioso de un gobierno que tarda en consolidar sus equipos y estrategias básicas. De allí que, en el plano de la opinión, los apoyos presidenciales se hayan reducido en casi quince puntos. Las demandas se multiplican en casi todas las áreas principales de la acción de gobierno, y la calma de los mercados se parece así demasiado a la de otros periodos de similitud inquietante.
Ya en columnas anteriores he subrayado la importancia de este sesgo de la política contemporánea, que encuentra en el gobierno actual una expresión casi paradigmática. Entre pasar por el puerto, el Gobierno parece preferir atravesar el blindex a cabezazos y al precio que sea.
De concretarse en estos días el voto de la insistencia del Congreso ante el veto a la nueva legislación sobre financiamiento universitario, todo indica que Milei redoblará en sus esfuerzos para avanzar sobre las instituciones parlamentarias y judiciales. Insistir en su opción por las vías de hecho, en el estilo de los nuevos populismos que parecen multiplicarse en gran parte de las democracias actuales.
Bajo estas condiciones, es posible que el país ingrese en la categoría de ese nuevo tipo de regímenes híbridos, en los que las instituciones, prácticas y formas de la democracia son ampliamente reconocidas como un método primordial de lucha por el poder, pero en los que, al mismo tiempo, los oficialismos se reservan ventajas significativas sobre sus oponentes. La aprobación del sistema electoral de boleta única de papel coincide sugestivamente con la presencia en el país del presidente salvadoreño Nayib Bukele, una expresión cabal de esta nueva generación de liderazgos.
La inminente aprobación de instituciones típicas de este tipo de esquemas orientados a la supresión de adversarios, como las supuestas legislaciones antimafia o de ficha limpia, preanuncia nuevos episodios de lawfare del tipo de los ensayados en países como Brasil.
Se trata de regímenes a los que no cabe negar sus inequívocas credenciales democráticas, que reconocen y otorgan a sus opositores libertades políticas amplias e instrumentos y posibilidades ciertas para la disputa por el poder. Sin embargo, establecen al mismo tiempo sesgos, asimetrías y ventajas competitivas que desequilibran de hecho las condiciones efectivas de la competencia política. Se establece así un marco de competencia política real, aunque esencialmente sesgado, desigual e inequitativo.
Se combinan así rasgos contradictorios, propios tanto de la democracia como del autoritarismo. De las democracias pluralistas, adoptan el reconocimiento franco de las libertades electorales, el reconocimiento pleno del derecho al sufragio, la protección amplia de las libertades civiles, incluidas la libertad de expresión, de prensa y de asociación, y, sobre todo, la remoción de toda forma de autoridad “tutelar” de naturaleza no electiva, sea de índole tradicional, militar, religiosa, etc.
De allí es otro dato inquietante, característico de todas las formas nuevas de autoritarismo competitivo, la confrontación con el Poder Judicial, con el periodismo y, en general, con el sistema de medios de comunicación.
Sin medir riesgos, el Gobierno parece haber elegido un nuevo enemigo: el sistema universitario, al que acusa de las peores desviaciones oligárquicas. Un enemigo mayúsculo al que parece dispuesto a negar la mayor parte de sus atributos de responsabilidad social. El gobierno ingresa así en un nuevo laberinto, cargado de acechanzas y dificultades, lo cual lo obligará a nuevas alianzas y cambios de marcha todavía difíciles de prever.