“Por acá, vegan, pasen”, dice Pablo Ramos (1966, Avellaneda) y muestra el estudio de grabación de Ernesto Snajer, a quien además de definir como “amigo entrañable”, lo describe como “gran guitarrista y músico”. La tarde es fría, las nubes grises destiñen los colores del barrio de Villa Crespo, pero el escritor que se crio en Sarandí, autor de El origen de la tristeza (2004), La ley de la ferocidad (2007),y El origen de la alegría (2021), entre otros títulos publicados por Alfaguara, sonríe y habla apresurado, como si se le desbordaran las ideas. Su presencia por Buenos Aires –desde hace meses que vive en El Bolsón, Bariloche– es porque acaba de editar su libro El hambre y el Arcángel, en el que habla de su amistad con Gabo Ferro –músico fallecido en 2020– y la creación conjunta del disco El hambre y las ganas de comer [se lanzó el 6 de septiembre de 2010].

“Con este libro terminé de ordenar y de poner en un lugar la memoria de Gabriel. No a Gabo, al Arcángel. Esto que dice Santa Teresa, y que tanto me convoca hace tantos años, ‘las palabras llevan a las acciones, alistan el alma y la mueven hacia la ternura’. Escribir es civilizar el dolor”, dice Ramos a La Nacion, mientras posa para las fotos.

Pablo Ramos narra el encuentro y el intercambio creativo que mantuvo con Gabo Ferro

“El libro empieza con muchos e-mails. Pasó como un año y pico hasta que me enganché con el disco. Fue una época donde estaba muy enroscado con mis problemas de adicción. Gabo fue muy importante para mí en ese sentido –reconoce el ganador del Premio Casa de las América–, volví a cantar y componer música gracias a él”.

En las páginas de este último trabajo hay una relación que se teje por la creación de un disco y gracias a que el empleado de una librería (Matías), logró que se haga posible un encuentro entre ambos.

“Matías llegó a mi casa de La Paternal con Canciones que un hombre no debería cantar, de un tal Gabo Ferro. O sea, vos, pero antes de que vos fueras vos, antes de que fueras Gabo a secas primero, Gabriel después y finalmente mi Arcángel.

–Este tipo canta lo que vos escribís, me dijo, y hay veces hasta que escribe lo que vos cantás”, se lee al comienzo, como introducción al nacimiento del vínculo entre el músico y el escritor.

Ramos vuelve a dialogar con su amigo de Mataderos y lo trae de nuevo a sus recuerdos. En cada canción se revela una anécdota, un proceso creativo y traza un duelo hecho de palabras. “Dimos a luz un hijo, y pienso que quien tiene un hijo no muere jamás. Pero, como dijimos en la canción que les dedicamos a las Abuelas de Plaza de Mayo: ‘se ofrece madera / a quien pudiera / y que quieran los que quieran’, escribe en referencia a ese disco que crearon en 2010.

Me propuso hacer un disco a la antigua, como Celedonio Flores con (Carlos) Gardel. Primero la música y después la letra. Eso es muy difícil. Yo escribía como letrista y él tenía que enganchar algo ahí, pero siempre al otro día me mandaba algo. Fue una comunión increíble. De eso habla el libro todo el tiempo”, explica Ramos conmovido por el vínculo que establecieron y por lo que lograron, él estando en Berlín –por una beca que había ganado con la literatura–, y Gabo desde Mataderos, yendo y viniendo a un cyber para continuar con el intercambio de emails porque su internet hogareño no era muy bueno.

“Sabés de mi amor por vos y por tu obra. Hacer algo juntos en algún momento sería un premio para mí… que la Historia lo traiga. Te abrazo! Gabo”, es uno de los tantos correos que se reproducen en el libro, como muestra de ese intercambio que viajaba por la banda ancha de una potencia creativa imparable, más allá de estar a casi 12 mil kilómetros de distancia.

Ramos integra la banda Disléxicos, una orquesta de rock que arregla y compone sobre sus textos

“Parece un disco hecho por una misma persona que no es ni del todo él ni del todo yo. Tiene una parte de cada uno… Lo que nos unió fue hacer el disco, pero siempre fue muy amable conmigo y comprensivo. Gabo era muy maternal, por lo menos conmigo. No lo extraño porque lo tengo presente”.

Y agrega: “Si la vida no vale la pena porque una persona se fue joven, mato de verdad a mi amigo. En un momento, pensé que la muerte te quita todo lo que tenés con esa persona y todo lo que ibas a tener, pero en vez de llorar y lamentar, pude agradecer que hicimos un disco hermoso”.

Sentado al lado de un piano, habla y tiene los ojos enrojecidos. Se aleja de la idea de que esto pueda coquetear con el negocio del dolor o del duelo. Lo aclara en el libro, mientras escribe con el corazón en la mano: “No hablé de vos en ningún programa de radio, ni en el de uno de mis más nobles amigos como Marcelo Figueras. No di entrevista alguna y me dispuse a retrasar el dolor, a quedarme lo más quieto posible. Quieto por fuera y por dentro hasta hoy”, sentimiento que refuerza en esta entrevista.

“Sé que mucha gente puede pensar cualquier cosa sobre este libro, pero sé lo que hago con la literatura –aclara–. Lo que pasa conmigo es que soy la ecuación torcida. Tengo hasta sexto grado y a la gente le molesta que escriba bien. Cuando empecé, pensé que se iban a poner contentos y decir, ‘mira este pibe, quiso ser escritor, no tuvo ninguna oportunidad de nada, pero lo hizo’”.

La relación de Ramos con la literatura es existencial y se revela como un camino fundante para dar con otra vida. Su memoria es prodigiosa, algo que se nota al escucharlo citar pasajes de libros enteros, y su escritura contiene herramientas que condensan potencia, poesía y la necesidad de contar. Se formó leyendo un libro por día y llegó al taller de Abelardo Castillo por un amigo que leyó un cuento suyo, y se lo acercó al autor de la novela El que tiene sed. Corrigió, escribió, no durmió y lloró ante la crueldad de las devoluciones que escuchó en esas clases.

“Gabo me propuso hacer un disco a la antigua, como Celedonio Flores con (Carlos) Gardel. Fue una comunión increíble. De eso habla el libro todo el tiempo”, explica Ramos

“No empecé con la cocaína para divertirme, sino para escribir y aprovechar esas horas que no dormía. Ahí quedé enganchado. Cuando iba al taller de Abelardo tenía dos trabajos, a mis hijos. Ponía un despertador cada una hora. Sonaba y escribía una frase. Contra viento y marea me hice escritor”, cuenta con orgullo y dice que Castillo fue quien le recomendó seguir con Liliana Heker [maestra de algunos de los mejores escritores contemporáneos].

En la actualidad lleva varios títulos publicados. Desde hace años que dicta talleres, siempre con buenas concurrencias, y muchos de los talleristas que han pasado por ahí, han sido editados.

Parte de su pensamiento de lo que significa la escritura en su vida, puede rastrearse en el texto “La puerta de la esperanza”, que cedió a unos alumnos para una revista que se llama Gruñe: ”Aconsejo a quien me pregunta, interesado por mí y mi obra, que vuelva las lecturas de sus borradores cada vez más lentas, más introspectivas, más verdaderas. No compulsivas. Que las separe sustancialmente en el espacio y el tiempo, en el ánimo y la perspectiva, y las aísle de las acciones que nada tienen que ver con ser escritor. No publicar en redes sociales, no leer a gente que poco le importa la literatura, aguantar y resistir ese espacio de soledad que debe construirse y agrandarse cada día. Porque así debe ser al menos para mí. Ya que me siento indigno de la gloria, pero no me conformo con los tantos falsos paraísos. Esos espejismos que abundan y se llaman mundial de literatura o campeonato de escritura, o Jam o ferias del libro o reuniones de lectura o el nombre que fuera que le den. Hay que temerlos y tenerlos a rienda corta”.

Toca el piano, tararea la melodía de una canción que le hizo a su hijo. “Tuve una distancia muy grande con él y le hice una canción”, explica. Ramos, además, integra la banda Disléxicos, una orquesta de rock que arregla y compone sobre sus textos.

Otra vez se entrelazan música y literatura. Por otro lado, se muestra entusiasmado con el libro que va a sacar con su hija Antonia de 10 años, donde ella hace los dibujos y él afina el lápiz de su poesía. Como adelanto, lee la biografía que ella misma escribió y ante cada oración, se sonríe y recuerda la edad de la niña: “Me llamo Antonia María Petitto. Nací el 31 de enero del 2014, me gusta dibujar y estos dibujos que vas a observar durante la lectura del libro son varias etapas de mi vida. Hago hockey sobre patines, mi mamá se llama Lula y es actriz y mi papá se llama Pablo y es escritor. Tengo dos medios hermanos, Nuncio y Julio; y uno adoptado, Santi Asorey. Y esta es mi vida por ahora”.

Se levanta del piano, se acerca a una pantalla que da calor, repasa lo que le falta hacer y suspira exhausto. Llegó hace poco de El Bolsón y entre visitas a amigos, hijos, el taller que dicta y la editorial, todavía no tuvo un momento para descansar.

–¿Por qué El Bolsón?

–Me fui para reforzar la recuperación. Seriamente llevo cinco meses sin drogas y alcohol. Necesito otro ambiente. Mi relación con Buenos Aires es muy venenosa: el casino, la noche. Me terminan llamando. Necesito una etapa nueva de soledad y montaña. La pandemia un poco me empujó a eso. Hace seis meses que estoy ahí. Vivo en una casa hermosa. Escribo, doy mis talleres por internet y allá también tengo un taller con dos turnos de nueve personas.

Por Prensa Pura Digital

DIARIO DE VILLA LA ANGOSTURA Y REGIÓN DE LOS LAGOS. NEUQUÉN.