Son las 7.30 am y el sol ya ilumina las quebradas y las aldeas del Ritten –Renon, en italiano–, en el Alto Adigio. Vestida con un short, una remera e infaltable sombrero, y armada con un gran rastrillo metálico, Martina Obexer enfila hacia una ladera empinada donde minutos antes su marido, Georg Unterhofer, cortó el pasto con un tractor miniatura con grandes cuchillas metálicas en el frente. En el fondo, el macizo de las Dolomitas se despereza cubierto de algunas nubes que tapan sus picos rocosos. Martina sentencia que “hoy no lloverá” y se dispone a juntar el césped hasta formar pequeños fardos que luego alimentarán a las vacas del tambo, ubicado en la misma finca de 14 hectáreas.
Este emprendimiento familiar, llamado Pirchner Hof, fue uno de los primeros en la zona (denominada también como Tirol del Sur, en la frontera entre Italia y Austria) en combinar una actividad local –la lechería– con una casa de alojamiento para turistas. Aquí, la cultura poco y nada tiene que ver con la italianidad. De hecho, esta zona goza de un estatus de autonomía especial, que le permite preservar su cultura. Aunque los carteles -y toda la señalética- están escritos en ambos idiomas, principalmente se habla alemán. Y su gastronomía, arquitectura y tradiciones están mucho más vinculadas a las tradiciones tirolesas: las casas son de techos a dos aguas, construidas con piedra y madera –cada una con su respectivo cristo crucificado en el jardín–, sus graneros típicos, los geranios y malvones, y las pequeñas iglesias rematadas con torres abombilladas.
“Aquí se valoran mucho la vida de club y las tradiciones religiosas; las fiestas se celebran con procesiones, vestimos trajes tradicionales, mientras toca una banda con su coro y desfilan los bomberos del pueblo”, describe Martina, al mismo tiempo que enseña el interior de la casa construida en 1976 por Josef, el padre de Georg, quien se hizo cargo del tambo y, como complemento, decidió construir departamentos de alquiler turístico. “Fue un pionero”, dice Martina.
El Ritten es una elección adecuada para hacer base y adentrarse en este paraíso de naturaleza y paisajes desbocados que representan las Dolomitas. Una meca para el senderismo y el ciclismo (también para esquiadores durante el invierno), pero, sobre todo, un escenario de postales interminables que se abren entre valles, bosques, arroyos, ríos, cascadas, flores silvestres de todos los colores imaginables, praderas de pastos que parecen alfombras, donde pueden verse ciervos, vacas que hacen sonar cencerros, picos de formas caprichosas que recortan el cielo, nieve, lagos prístinos y rutas escénicas.
A Dolomitas se puede venir con distintos planes. Y todos estarán bien. Hay transporte público –y muy bueno–, con colectivos que conectan todos los destinos y teleféricos que llegan hasta la base de las cumbres más icónicas. Pero también se puede hacer en auto, lo cual es muy recomendable. No sólo por la libertad de movimiento, sino porque en la mayoría de los lugares es posible estacionar gratis (o a relativo bajo costo), los caminos están todos pavimentados, y en excelente estado, y hay cientos de estaciones de servicio bien distribuidas. Mención aparte (e insistente) para montañistas, amantes del trekking o ciclistas: tocarán el cielo con las manos.
Patrimonio de la Humanidad
Las Dolomitas es una amplia zona de montañas que comprende más de 140.000 hectáreas y se extiende por tres regiones y cinco provincias (Trento, Bolzano, Belluno, Pordenone y Udine, sumada una pequeña parte en Austria: las Dolomitas de Lienz). Su particularidad es la personalidad que le imprimen sus macizos rocosos, que además de dar origen a su nombre, emulan un poco a las cumbres del Fitz Roy y el Torre, en El Chaltén.
Durante un viaje de investigación por la zona, en 1791, el geólogo francés Déodat Tancrède de Dolomieu descubrió una roca caliza que contenía magnesio y que es la base de la roca dolomítica. Desde entonces, este mineral fue denominado “dolomita”. Y esta composición “extraña” genera un efecto visual sorprendente: cuando la luz del atardecer se posa sobre las montañas, el gris de la roca se torna rosado hasta dejar trazos violáceos.
En 2009, las Dolomitas fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad, una protección que alcanza a un parque nacional, varias reservas naturales y 116 cumbres que, en algunos casos, superan los 3.000 metros de altura.
La magnitud geográfica de esta zona produce un efecto particular. Más allá de las bellísimas Bolzano y Trento –las dos ciudades más importantes, pero de ritmo cansino–, el resto de los centros urbanos está disperso en un sinnúmero de pequeñísimas aldeas. En ellas nada parece alterar las tradiciones, el trabajo en el campo, en las plantaciones de manzanas, en los viñedos y en las zonas más bajas, de maíz, alfalfa y trigo. “Amamos la paz, la independencia, que las granjas estén separadas y no haya vecinos cercanos”, concede Martina, quien maneja junto a su marido este emprendimiento de alrededor de 100 vacas y 50 animales jóvenes, donde producen alrededor de un millón de litros de leche al año.
1: Aldeas y tesoros del Ritten
La primera recomendación de Martina es visitar una de las zonas emblemáticas del Ritten: las pirámides de tierra y un conjunto de aldeas: Lengstein, Longomoso y, la más “grande”, Klobenstein. Un camino interno (Pietrarrossa) avanza por la ladera de la montaña, pasando intermitentemente por fincas de gente laboriosa, subidos a sus tractores, y por entremedio de los poblados más preservados del turismo masivo de las Dolomitas. No es que el resto (como la clásica Ortisei, ubicada en Bolzano) haya sufrido demasiadas transformaciones, pero es cierto que aquí –en el Ritten– las familias locales mantienen su estirpe.
En Lengstein, suele haber festejos tradicionales (en verano, el Waldfest der Musikkapelle), donde se despliega toda la imaginería tirolesa. Los hombres y las mujeres de los poblados se reúnen en el bosque, vestidos con sus trajes típicos; se come salchicha y se toma mucha cerveza, mientras una orquesta numerosa –también ataviada para la ocasión– interpreta canciones características. Vale la pena caminar por sus callecitas tranquilas, con sus casas repletas de flores y con inmensas huertas atestadas de verduras, o visitar la capilla que está justo al lado del friedhof (“cementerio”), ejemplo clásico de la arquitectura religiosa alpina, con su campanario distintivo.
Longomoso comparte esta quietud que, desde la parroquia Santa María de Assunta, ofrece una vista del bucólico paisaje: fardos enrollados sobre colinas de alfalfa, casitas desperdigadas y el bosque detrás. Desde aquí se visitan las pirámides de tierra: un extraño y atrapante fenómeno geológico, algo único en Europa. Las pirámides son formaciones naturales que parecen desafiar la gravedad y el paso del tiempo: columnas de tierra de hasta 30 metros se alzan en el aire, coronadas por una piedra más dura. Su origen se remonta a la Edad de Hielo y son una obra de arte de la sedimentación y la erosión. Se llega al mirador por medio de un sendero cortito, de baja intensidad y cuidado, como todo en la zona. Al regresar, hay un pequeño café bien local (Erdpyramiden), donde es posible comer un riquísimo strudel acompañado por un café con leche, y sentarse en su terraza a contemplar las raras pirámides.
Para completar el recorrido por el Ritten, sobre todo bajo el intenso calor del verano, nada mejor que un buen chapuzón. Los lagos de Monticolo son la mejor opción. Son dos cuerpos de agua no tan fría, el Lago Grande (Grosser Montiggler See) y el Lago Pequeño (Kleiner Montiggler See), inmersos en densos bosques protegidos de pinos y robles, por donde discurren senderos bajo su sombra.
2: Bolzano y Lago Carezza
Bolzano es la perfecta síntesis del cruce entre la cultura tirolesa y la italiana. La ciudad es preciosa. Su centro histórico se apretuja para liberarse en rincones desde donde se obtiene una vista increíble de los Alpes. Hay que caminar y perderse por entre sus callecitas adoquinadas, flanqueadas por edificios medievales, renacentistas y góticos, con características de ambas culturas. La Piazza Walther es el corazón de la ciudad, dominada por la estatua del poeta alemán Walther von der Vogelweide y rodeada de cafés y tiendas, en especial, de panaderías con sus pretzels y con el localísimo schüttelbrot. Desde allí es posible ver la catedral, un magnífico ejemplo de arquitectura gótica, dedicada a la Asunción de María. Su campanario, decorado con una filigrana de piedra, es un ícono de la ciudad. Y sus techos de tejas verdes, rojas y blancas le dan un toque especial.
Al salir de Bolzano, por la ruta SS241, el trayecto regala enseguida vistas panorámicas y curvas sinuosas que atraviesan algunos de los paisajes más pintorescos. Cuarenta minutos después, se arriba a uno de los platos fuertes de las Dolomitas: el Lago di Carezza.
Conocido como el “Lago del arco iris”, debido a sus aguas cristalinas que reflejan una variedad de colores, es una joya alpina enclavada en medio de densos bosques de coníferas y bajo la presencia del macizo del Latemar. Luego de dejar el auto en el coqueto estacionamiento del lugar (€ 2 la hora), comienza una caminata tranquila por el sendero que rodea el lago, donde no está permitido bañarse. Hay varios miradores para contemplar cómo las nubes juegan con los picos y se mezclan entre los pinos. Durante el invierno, el lago se congela.
Desde Carezza, siempre por la misma ruta, se llega al Val di Fassa, 40 kilómetros más adelante, que atraviesa el Passo Costalunga (Karerpass), un paso de alta montaña, ubicado a 1.745 metros sobre el nivel del mar, con vistas espectaculares de las Dolomitas y los valles circundantes; y encantadores pueblos de montaña como Vigo di Fassa y Pozza di Fassa, cada uno con su propio carácter y encanto alpino.
3: Passo Giau
Este recorrido es el más cargado e intenso, pero realmente vale la pena. La primera parada (ubicada a 35 kilómetros de Bolzano) es Ortisei (St. Ulrich, en alemán), un encantador pueblo alpino en el Val Gardena. Arquitectura tradicional tirolesa, calles adoquinadas, iglesias típicas (como la de San Ulrico) y vida cultural conforman el escenario para explorar la región.
La ruta SS242 avanza por la llamada Selva di Val Gardena, un conjunto boscoso tupido que, en sus partes más altas, se limpia para regalar praderas repletas de flores silvestres amarillas, violetas, blancas, de todos los tamaños y formas. Cada tanto, entre los pinares, hay instalaciones muy bien dispuestas con mesas de camping para disfrutar de un pícnic.
Una parada obligada es la Schiavaneis Cascate, justo antes de cambiar de camino (hacia la ruta SS48). El auto se puede dejar gratis en los estacionamientos, para luego dirigirse hacia una serie de senderos que bordean un arroyo de agua celeste, cuyo lecho está compuesto por piedras blancas. Hacia el final, se llega a la cascada, desde donde parten los escaladores para practicar rapel en los enormes paredones de piedra que tiene encima.
En el trayecto hacia el Passo Giau –demorarlo es necesario, ya verán–, se atraviesa el Lago Fedaia, formado por una represa –clásico lugar de pesca-, y otros pueblos típicos, como Sottoguda, hasta arribar a la Selva di Cadore, el sitio donde empieza una subida pronunciada y sinuosa, por la SP638.
Antes de enfilar este camino, hay señales que indican si el paso está abierto o cerrado, no sólo por las condiciones climáticas, sino por la afluencia de turistas. Lo ideal es retrasar lo máximo la llegada, aprovechando los días largos de verano y también la posibilidad de ver este paisaje con la luz anaranjada del atardecer.
El Passo Giau es uno de los paisajes de montaña más espectaculares de las Dolomitas, situado a 2.236 metros sobre el nivel del mar. Vistas panorámicas, curvas cerradas –muy populares entre ciclistas y motociclistas–, y un excelente mirador para disfrutar de las montañas circundantes, como el Monte Nuvolau y el Monte Averau. Desde la ruta, es posible hacer un trayecto del sendero que se mete entre las montañas, bordeando un campo repleto de vacas que posan para la foto. Se llega hasta la base de las rocas, que crecen como hongos, vestidas por pastos y flores y más flores.
Unos 20 kilómetros más adelante, la ruta baja unos metros para volver a encarar otra subida hacia el Passo Valparola, un valle alpino menos conocido, pero igualmente impresionante, que ofrece un respiro tranquilo de las rutas más turísticas. Lugar ideal para los viajeros avezados en cámper, que lo eligen como base, que además tiene una pequeña joya oculta: un antiguo refugio y fortificaciones de la Primera Guerra Mundial.
Entre este punto y el Passo Gardena –separados por unos 45 minutos de viaje–, se obtiene una vista espectacular de dos de las más icónicas montañas de las Dolomitas: la Marmolada y el Cinque Torri. Otra subida hacia los 2.136 metros sobre el nivel del mar conecta el Val Gardena con el Val Badia. El Sassolungo y el Grupo Sella, otro conjunto montañoso, custodian el paisaje.
5: Lagos Misurina, Dobbiaco y Braies
Otro recorrido escénico es el que comienza en el majestuoso Passo Tre Croci, situado a 1.805 metros sobre el nivel del mar, y punto de partida perfecto para explorar la región, al que se llega luego de atravesar la bella y singular Cortina d’Ampezzo, desde donde se pueden apreciar las impresionantes cumbres de Cristallo y Sorapiss.
Las cumbres Tre Cime di Lavaredo son un destino clásico de Dolomitas, a las que se arriba desde el Rifugio Auronzo, en una caminata accesible que dura unas cuatro o cinco horas.
Desde allí, a media hora de ruta, aparece el encantador Lago Misurina, un espejo de agua rodeado de picos montañosos y bosques densos. Según el saber popular, el agua ofrece propiedades curativas, en especial para problemas respiratorios. Hay bancos bien colocados a su alrededor para sentarse a contemplar su belleza, que también mezcla algunas construcciones alpinas.
La cuarta parada es el Lago Dobbiaco, menos conocido que el resto, pero igual de estimulante, repleto de flora y fauna, sitio ideal para los amantes del avistaje de pájaros y la pesca con mosca. Hay varias rutas de senderismo, incluido un camino que rodea el lago, con miradores y cómodas playas para hacer pícnic y bañarse entre patos y cisnes que deambulan en su hábitat.
Finalmente, se llega al famoso Lago di Braies, uno de los más fotografiados de las Dolomitas, conocido por su agua color esmeralda, su entorno de cuento de hadas y el hotel que funcionó como cárcel vip durante el nazismo: en 1945, en los últimos días de la guerra, el hotel fue utilizado como lugar de detención para prominentes prisioneros del régimen. Políticos, oficiales y figuras religiosas fueron trasladados al hotel bajo la protección de la Wehrmacht (las fuerzas armadas alemanas) para evitar su ejecución por las SS (las fuerzas paramilitares nazis). La intervención de las tropas aliadas permitió la liberación de estos prisioneros, y el Hotel Lago di Braies se convirtió en un símbolo de esperanza y libertad para aquellos que sobrevivieron.
Siempre rodeado de montañas y bosque, en este lago es posible alquilar un bote (de tarifa alta: € 15 por persona la hora), pero también caminar por todo su contorno por un sendero bien mantenido de 3,8 kilómetros (más que recomendable). Para los menos temerosos, también está habilitada la zambullida. Ojo: el agua está muy fría, aunque dicen que hace muy bien para activar la circulación.
Cada rincón emula la publicidad de Milka, sólo falta la vaca pintada de lila. El ingreso al Lago di Braies está regulado y hasta las 16 sólo se permite llegar hasta allí con un pase de € 40, pero, después de esa hora (a la que se arriba respetando el itinerario aquí planteado), el estacionamiento cuesta € 8, sin límite de tiempo.
4: Odle/Geisler
Luego de un día tan movido, nada mejor que matizarlo con uno de descanso. El Val di Funes es una opción ideal. Un valle pintoresco en el corazón de las Dolomitas, al que se llega a través de la ruta SS12 hacia el norte, en dirección a Chiusa/Klausen, y que está ubicado a 40 kilómetros de Bolzano, siempre por caminos que regalan paisajes en todo momento.
Así se arriba a Santa Maddalena, uno de los pueblos más emblemáticos del Val di Funes, famoso por sus impresionantes vistas del grupo de montañas Odle/ Geisler. Hay cientos de senderos que parten desde aquí para adentrarse en el bosque. También se puede estacionar y aprovechar la corta distancia entre este poblado y Ranui, donde se obtiene una de las clásicas postales de las Dolomitas: la iglesia de San Juan en Ranui, un pequeño y pintoresco edificio religioso situado en un prado verde con el extraordinario fondo de las montañas Odle.
Hay que abonar € 4 para llegar hasta su puerta y, realmente, no lo valen. Justo enfrente, un camino interno se desprende de la ruta principal para trepar por una colina y obtener la misma vista. La composición, sin embargo, es deslumbrante. El contraste de la construcción religiosa y el macizo detrás, sumados al verde de las praderas y los pinos acechantes, crean un paisaje bellísimo.
El camino culmina en la entrada de otro sendero, donde se destaca el restaurante Waldschenke, muy cerca del río Di Funes. Apenas unos pocos kilómetros adentro del bosque, desde un puente de madera, se consigue otra vista espectacular de las montañas Odle/Geisler. Chapuzón –con cuidado– y regreso.
6: Alpes de Susi
Una buena forma de culminar el recorrido por las Dolomitas es visitando el Alpe di Siusi (Seiser Alm), la meseta alpina más grande de Europa. Praderas verdes, paisajes montañosos impresionantes y una rica oferta de actividades al aire libre. De hecho, de 9 a 17, el ingreso es exclusivo para ciclistas y senderistas (o para quienes estén alojados en la zona). Hay varios estacionamientos, que en esa franja horaria son bastante caros (€ 24). Sin embargo, después de las 17 es posible estacionar gratis.
Aquí es sólo necesario caminar y dejarse llevar por un paisaje ligeramente diferente al resto de las Dolomitas, aunque siempre con las montañas alrededor. Un objetivo puede ser llegar al mirador del prado, el Belvedere dell’Alpe di Siusi, pero, más allá de eso, hasta los senderos más livianos (como el Hans y Paula Steger) son fáciles y pintorescos, ideales para familias.