HASTA QUE CARGUÉ A MI HIJO POR PRIMERA VEZ.
Mi prima y yo estábamos en el balcón de su casa de Lahore, fumando cigarrillos una noche sin brisa. Era mi segundo viaje a Pakistán aquel año. La primera vez, hacía cuatro años que no iba a casa y necesitaba comprar un atuendo de boda. La segunda vez, tan solo dos meses después, compré el boleto por impulso. Mis parientes me regañaron, escandalizados por el gasto que suponía volar dos veces desde Toronto.
El calor en Lahore era húmedo y sofocante. Pasé horas en una habitación sin aire de la casa de mi padre, con el sudor que me recorría la espalda.
Mi prima y yo hablábamos de nuestros primeros matrimonios, el de ella terminó cuando su marido la abandonó; el mío, ocho años después de casarme a los 20 años. Tras contarle que había seguido adelante con el matrimonio a pesar de que no parecía ser lo mejor, me dijo: “Tu madre una vez te llamó estúpida”.
No había pensado en mi madre, fallecida hacía 23 años. Yo tenía 7 años cuando murió, pero se había ido mucho antes, pues había pasado más tiempo en el hospital que con mi hermana y conmigo. En aquel momento, a punto de volver a casarme e incapaz de confiar en mí misma, las palabras de mi prima se abrieron paso a través de mis enmarañados pensamientos.
Era la víspera de la Guerra del Golfo, en 1990, y mi familia vivía en Arabia Saudita. En el maletero de nuestro auto guardábamos máscaras antigás y una bolsa de viaje con ropa para que mi hermana y yo pudiéramos ir de inmediato a casa de conocidos de la familia cada vez que mi madre tenía que ser hospitalizada.
Mis recuerdos de mi madre son incompletos y más inquietantes que reconfortantes. En la Fiesta del Fin del Ayuno, a mi hermana y a mí, que entonces teníamos 3 y 6 años, nos vistieron con lehengas de seda a juego y nos llevaron al hospital a ver a mi madre. No nos dejaron entrar en su habitación, así que nos sentamos en un banco de madera y ella se acercó a la ventana para saludarnos. Mi padre la señaló, pero yo solo veía el resplandor del sol en el cristal.
En mi recuerdo más nítido de Ammi, está de pie junto a la estufa mientras yo juego en el suelo. Tararea y la habitación se llena de una luz cálida, pero cuando levanto la vista, su cara está borrosa.
Yo era una niña insoportablemente tímida, tan ansiosa que solía enrollarme en el chal de mi madre en las reuniones sociales. Incluso antes de que enfermara, nunca supe lo que pensaba o sentía por mí. Las fotos daban pocas pistas. En una de ellas, estamos sentadas en un pequeño sillón, pero su cuerpo se aleja del mío, su boca es una fina línea.
Cuando la guerra del Golfo llegó a nuestra ciudad petrolera de Arabia Saudita, mi padre se llevó a mi madre a Londres para un trasplante de médula ósea y nos envió a mi hermana y a mí a vivir con nuestros abuelos en Pakistán. Nos llamaba una vez a la semana desde Londres y terminaba sus llamadas con un “las quiero” que parecía una súplica. Nunca hablé con mi madre.
Cuando murió, mi padre se llevó su cuerpo en avión a Pakistán. Mi hermana y yo fuimos con nuestra familia al pueblo donde la enterrarían, pero no asistimos al funeral ni supimos entonces que había muerto. Mientras la enterraban, nosotras corríamos por callejones de tierra a 400 metros de ahí.
Mi padre nos contaría su muerte más tarde, junto con otra noticia: para recuperarnos de manos de nuestros abuelos, que lo culpaban de la muerte de su hija, tuvo que casarse con una prima de mi madre. Su boda fue otro acontecimiento al que no asistimos.
Mi padre me dijo que mi madre se había ido mientras yo permanecía rígida contra la pared en casa de un pariente, negándome a sentarme en la cama con él. Me puso en la mano una tarjeta suya. Dentro, con letra clara, mi madre había escrito: “Te tendré conmigo muy pronto. Cuida de tu hermanita”.
Esperaba que el trasplante de médula ósea tuviera éxito y que fuéramos a verla a Londres.
Después de su muerte, mis calificaciones empezaron a ser irregulares y me costaba encajar en la escuela. Mi padre pasaba un mes sí y uno no en una plataforma petrolera en alta mar, intentando pagar las deudas médicas. Cuando cumplí 11 años, encontré un libro sobre la pubertad en mi pupitre. Poco después me vino la regla y mi madrastra me puso unas compresas voluminosas. No estaba preparada para ayudarme cuando empecé a llorar.
Busqué a mi madre sin saber lo que buscaba, encontrándola en fragmentos. En nuestra bodega, encontré una caja blanca con su pelo oscuro dentro. Mi padre me dijo que la única vez que lloró durante su enfermedad fue cuando se le cayó el pelo. En un viaje a Pakistán, un primo puso una cinta de audio con su voz, sorprendentemente joven, riendo y hablando con mis primos.
“Tú también estabas allí”, me dijo mi primo.
No le dije lo que pensaba: ¿Por qué no me habló?
Oscilaba entre odiarla por ser un enigma y añorarla. Cuando tenía 12 años, nos mudamos a Canadá, primero a Toronto y luego a Calgary, donde caminábamos por la nieve con botas abultadas y bolsas de compras porque no podíamos permitirnos un auto. En otro colegio nuevo, donde mi acento y mi ropa me diferenciaban, me refugiaba en los recuerdos de mi madre. Me preguntaba constantemente por qué no había escrito más.
“Era muy valiente”, nos decía mi padre. “Se negaba a caer en la desesperanza”.
A medida que crecía, la buscaba en los hombres, y mi intenso anhelo se convirtió en una receta para relaciones desastrosas. Cuando me violaron en la universidad a los 19 años, la experiencia me enseñó que los hombres podían hacerme daño pero también darme algo que necesitaba. Con ellos, podía sentirme deseada, al grado de hacerlos perder la razón y la moderación, lo contrario de la distancia de mi madre.
Ese mismo año, mi padre, mi madrastra y mi hermana volvieron al Medio Oriente y yo me quedé en Canadá para seguir asistiendo a la universidad. A los 20 años ya estaba casada. Sola en una habitación antes de la ceremonia, me aferré mí misma, pero seguí adelante.
Me divorcié a los 28, pero mi dolor me llevó a mantener relaciones con hombres que no quería, ni siquiera me gustaban. El nombre de mi madre se convirtió en una plegaria que retumbaba en mi cabeza cuando volví a sufrir una agresión sexual. Cuando estuve con un hombre que me golpeaba con regularidad, sobreviví volviendo a ese recuerdo de Ammi en la cocina de nuestra casa de Arabia Saudita. Seguía sin poder ver su rostro, pero la calidez de su cercanía me hacía sentir que podía superar mi situación. En las decenas de lugares en los que viví, llevé conmigo su tarjeta, abriéndola una y otra vez, tratando de encontrar orientación en sus palabras.
La tormenta que me envolvía terminó cuando cargué a mi hijo en brazos por primera vez. Había interiorizado la creencia de que la gente solo me abandonaría, que el amor no era algo que mereciera, que el afecto, para mí, siempre iba acompañado de indiferencia o violencia. A los 33 años, con mi bebé en brazos, recordé las palabras de mi prima de unos años antes.
“He sido tan estúpida”, le susurré a mi hijo.
Nunca sabré lo que mi madre sentía realmente por mí. Ella era joven y vivaz. La única vida que le quedaba como esposa expatriada en una ciudad polvorienta de Arabia Saudita era la de madre, y eso también se lo arrebataron. Su comentario sobre mi estupidez podría haber surgido en un momento de ira, impulsada por el dolor.
He aprendido a perdonarla por no haberme dejado más. Yo también guardo multitud de silencios con mis hijos. Y quizá dejó tan poco porque sabía que yo me aferraba tanto y quería ayudarme a soltar.
Hace poco volví a Pakistán, esta vez después de ocho años. Lahore había cambiado. La bodega que una vez guardó tantas cosas de mi madre estaba ahora llena de maletas y mantas. La cinta con su voz se ha perdido, la caja con su pelo hace tiempo que desapareció. Los parientes se habían llevado los saris, la vajilla y los adornos que dejó.
En casa de mi tío, vi un conjunto de bordados hechos por mi madre colgados en la pared. Mis tíos se disculparon por habérselos llevado diciendo: “La tela está sucia”.
Y lo está. En la tela color marfil, que tiene más de 40 años, puedo ver restos de suciedad de las manos de Ammi.
Me traje los bordados, envueltos en capas de plástico burbuja y tela, y ahora cuelgan de la pared de mi salón. Ahí está mi madre. Sus huellas dactilares estropean el bordado, por lo demás perfecto, una imperfección reconfortante.