Visitar la casa de Frida Kahlo en Ciudad de México es una experiencia conmovedora: conmocionante. Frida es un ícono pop como Borges y Madonna; su figura tiene una dimensión aún mayor que la de su obra porque, en cierta manera, su figura es su obra. Y la casa azul de Allende y Londres, entonces, es un lienzo infinito.
Frida es la protagonista excluyente del circuito turístico de Coyoacán, donde también está la fuente de los coyotes y el mercado enloquecido en el que se puede comprar verduras, pesca del día, vestidos tejidos a mano, chapulines, escorpiones, micheladas, vasos de tequila, calaveras multicolores, muñequitos de Pique —la mascota del Mundial 86—, disfraces de Ironman, alebrijes, máscaras de El Santo y otros luchadores.
Parte de esa exuberancia llega hasta la casa, que tiene la presencia continua de vendedores que ofrecen cuadernos, stencils, bolsas, remeras, ilustraciones, carteras, billeteras —cualquier cosa a la que se le pueda poner la cara de Frida—; y también hay puestos con agua de coco, gente que ofrece viajes en taxi a mitad de precio, cantantes callejeros que tocan “Paloma negra” a cambio de una colaboración.
Las entradas se compran online y deben reservarse con varios días de antelación. De martes a viernes sale 250 pesos. Los fines de semana cuestan 20 pesos más: unos 13 o 14 dólares. En la web hay que elegir día y hora de ingreso, que tiene apenas quince minutos de tolerancia o se pierde la visita. En una ciudad donde el caos de tránsito haría ponerse colorado al Cortázar de “La autopista del sur”, lo mejor es prepararse para llegar treinta o cuarenta minutos antes. Tal vez así se llegue a tiempo. Es necesario usar barbijo —una medida incomprensible, porque la casa está abierta y tiene circulación de aire cruzada— y si uno quiere sacar fotos —pero quién no querría sacar fotos en tiempos de Instagram— hay que pagar 30 pesos más.
A lo largo de la vida, Frida Kahlo debió someterse a muchísimas intervenciones
Arte y experiencia
Lo impactante de la visita está en la literalidad de entrar en la casa de Frida: el territorio privado donde ella vivía, comía, dormía, donde pintaba y hacía el amor. De hecho, podría decirse que la visita comienza realmente después de las salas de exposición, cuando se entra en las habitaciones propiamente dichas. Es un territorio imantado, aurático. Cualquier debate sobre arte y experiencia —con Benjamin, Didi-Huberman e incluso Philip K. Dick— queda completamente atravesado por una fuerza desarticuladora.
Las primeras salas fueron reacomodadas como si se tratara de una galería, con cuadros de Frida, de Diego Rivera —su marido—, y fotos de Carl Wilhelm Kahlo —el padre—, quien, al haber sido el fotógrafo oficial de Porfirio Díaz, le permitió a la hija tener un contacto permanente con las imágenes. Se dice que él le hizo miles de retratos.En esas salas hay muchas pinturas características de Frida, que tomaba la autobiografía como tema.
Como es sabido, Frida tuvo polio cuando era una niña, lo que provocó que tuviera una pierna ligeramente más corta que la otra —que escondía debajo de esas enormes faldas oaxaqueñas—, pero, además, a los 19 años, el choque del tranvía en el que viajaba le trajo unas consecuencias funestas con fracturas en la columna y heridas en la pelvis, la clavícula, el útero. A lo largo de la vida, Frida debió someterse a incontables operaciones y sufrimientos. Tenía clavos en su cuerpo, usaba un corset para estar parada, y, si no, tenía que usar una silla de ruedas o directamente pasar largas estadías postrada. El dolor fue una presencia en su vida, pero ella era una fuerza de la naturaleza, una mujer que no estuvo dispuesta a negociar con la debilidad.
En esos cuadros, Frida se pinta como un cuerpo descarnado con las costillas en primer plano; se pinta feminizada, masculinizada, aindiada, resalta sus cejas tupidas y la sombra del bigote, se pinta inflexible, seductora, violenta, hermosa a pesar de sí misma. Hay un cuadro bellísimo en el que muestra la genealogía de su familia y donde incluye también, como si fuera una foto sobreexpuesta, al bebé que perdió. El embarazo como tema aparece en varios cuadros. La maternidad fue en ella una obsesión imposible. Después del choque, Frida, aunque lo intentó sabía que no podía tener hijos.
“Yo sufrí dos accidentes graves en mi vida”, dijo alguna vez, “uno, en el que un autobús me tumbó al suelo; el otro accidente es Diego”. La casa de Frida es también la casa de Diego, pero él tiene el rol del invitado. Aún cuando lo primero que se vea es la estufa con forma de pirámide que él hizo —también en el jardín hay otra gran pirámide—, Diego Rivera es un personaje secundario. Frida es un faro, es alfa y omega, es el ojo de un torbellino. Rivera es un concepto: “Sapo”, le decían, y la casa está plagada de estatuitas de sapos. Quizá por eso no hay mención a los conflictos del matrimonio, como sí sucedía, por ejemplo, en la película de Julie Taymor, protagonizada por Salma Hayek. En la Casa Azul, Rivera es un hombre más de 20 años mayor, profundamente enamorado, que no para de hacerle regalos y pinturas a la niñita Frida.
El estudio de Frida en la Casa Museo Frida Kahlo
Viva la vida
Después de esas primeras salas, la casa se abre a la vida sin control de cambios. Y, otra vez, a la palabra exuberancia. La sala de estar es una explosión de luz y colores, lo mismo que la cocina y las escaleras. La habitación de Rivera, en la planta baja, es más bien ascética: un perchero con dos sombreros, el cuadro de una batalla, una cama de una plaza, un Winchester junto a la cama. El piso superior era de ella. Ahí tenía una habitación minúscula con una cama y los retratos de Marx, Lenin y Mao, donde ella dormía la siesta, y otra más grande, llena de muñecas y pañuelos, para las noches. En esa habitación está ahora el jarrón con sus cenizas.
En el primer piso también estaba su estudio: luminoso, ordenado, poblado de libros de arte, política y botánica —uno de ellos Aventuras entre pájaros, de Guillermo Hudson, editado en Buenos Aires por Santiago Rueda—. Allí tenía el espejo vertical que le regaló la madre para hacer sus autorretratos y el caballete especialmente diseñado para que pudiera pintar en silla de ruedas. Frida era una estudiante de medicina en aquel infausto viaje del tranvía. No se puede saber si ya pensaba en dejar la carrera o si la convalecencia, como le sucede a aquel personaje de Stephen King en Duma Key, la “destapó”. Lo que sí se puede comprobar es la convicción con la que hizo de la pintura su vida: pintaba acostada en su cama, sentada en el estudio, ayudada por un arnés estrambótico que le estiraba el cuello, pintaba, pintaba, pintaba. Fue una artista total por eso.
En 1953, producto de la gangrena, debieron amputarle la pierna por debajo de la rodilla. Fue cuando escribió en su diario esa frase que todavía emociona: “Pies, para qué los quiero si tengo alas para volar”. Sin embargo, en ese tiempo le flaqueó el espíritu y también anotó varias fantasías suicidas. Un año después, el 13 de julio de 1954, moría en su casa. Tenía 47 años. Poco antes había terminado el que sería su último cuadro: una naturaleza muerta exuberante con una sandía en el centro. En ella había escrito: “Viva la vida”.